Juan María Segura
Experto en Educación
“Ningún país del mundo está en peores condiciones, señores, que el nuestro para ser República; porque estamos divididos en aristócratas y plebeyos, y esa división es el fruto de la educación mala que se da”, sentenció Sarmiento en un recordado discurso de 1868. La República incipiente de la época arrastraba para aquel entonces las heridas aún sangrantes de las peleas de facciones. Antes, unitarios contra federales; en ese momento, aristocracia contra el vulgo y los chinitos; más adelante, radicales contra peronistas; actualmente, macrismo contra kirchnerismo. Y las heridas continúan abiertas, azuzadas por nuestro afán de disputar con otros, contra otros.
Claro que las peleas de facciones como rasgo cultural no se agotan con las disputas en el campo de la política, ya que tenemos nuestro River-Boca, replicado en cada ciudad y barrio del país, que hasta logra enfrentar a maradonianos y messistas, y termina vaciando de público visitante a los estadios locales. Ese enfrentamiento, esa grieta que creemos haber descubierto en los últimos 15 años, nos tiene hace siglos peleando contra otros compatriotas, enfrentando con fanatismo y vehemencia a Borges y Bioy Casares, a Vilas y Clerc, a Mirta y Susana, a Tinelli y Pergolini, a Clarín y La Nación, a Argentina e Inglaterra, a constructivistas y conductistas, a oficialismo y oposición. Y la lista continúa en un guión que ya no genera sorpresas.
Nos cuesta concebir la vida en comunidad sin otros contra quienes pelear, en el campo que sea. Necesitamos la identidad de un combatiente, la épica de la batalla, para la causa que sea, y un rival. Necesitamos un líder o conductor a quien jurarle lealtad, y un malvado contrincante que estimule nuestra ira y nos haga saltar de la cama enfocados en nuestro odio. Fanatismo, militancia y sordera, son todos rasgos culturales convertidos en hábitos colectivos de una sociedad que cada vez se parece más un octágono de UFC, que a un colectivo entusiasmado con la vida en comunidad.
No creo que esté mal en sí mismo que tengamos capacidad de combate. Dar pelea nos muestra sensibles y atentos frente a determinados estímulos, nos produce movimientos colectivos coordinados de gran capacidad transformadora, y nos muestra poco perezosos para la disputa. Firmar peticiones, blandir cacerolas, marchar al Obelisco empuñando una bandera y una causa, alistarnos para ser fiscales de mesa, a pesar de nuestras interminables desilusiones políticas, ir al vallado del Congreso a reclamar la ley de turno, son rutinas de una sociedad que lejos está de ser insensible e indiferente. Peleamos para atacar, pero también para defendernos, para reclamar. El problema no parece ser nuestra inacción ni nuestra ausencia de sentir colectivo. Entonces, ¿cuál es nuestro problema? ¿Por qué razón, si pelear no es un problema en sí mismo, llevamos siglos partidos como sociedad?
El problema, diría la tragedia, es que peleamos con otros, y no contra los problemas. Pensamos que el otro es el problema, siempre, y contra él o ella desplegamos toda nuestra energía, inteligencia y vehemencia. Elaboramos argumentos para doblegar al otro, y diseñamos territorios de disputa (políticos, artísticos, literarios, televisivos, sociales, etc.) en donde esos argumentos se ponen en juego con ese único fin: hacer caer de rodillas al rival del turno, a ese individuo que completa nuestra identidad social. Por eso nos interesan tanto los detalles de la vida personal y amorosa de ese otro, pues esos detalles son insumos posibles de una nueva estrategia de combate. Necesitamos los ingredientes de los periodistas de investigación, panelistas y chismosos de turno, pues esos ingredientes mueven la balanza hacia un lado o hacia el otro. El otro es el rival, aun cuando cambie de opinión, de alianza o de religión. Tan fanáticos nos hemos vuelto de pelear contras otros, que en los billetes hemos tenido que recurrir a la ballena franca austral, al hornero y al jaguareté para poder seguir emitiendo sin pelearnos. Con la excepción de un puñado de próceres, no se salva nadie de este juego, ¡ni Sarmiento!
Y mientras peleamos entre nosotros, y contra otros, los problemas crecen a sus anchas, sorprendidos por nuestra torpeza, distracción o desinterés. A pesar de que vivimos en democracia hace décadas, y aceptando que la democracia es el mejor de todos los sistemas que hasta ahora el hombre ideó para vivir en comunidades complejas, los problemas crecen sin que logremos erradicarlos de raíz. Así, inflación, pobreza, inseguridad, economía informal, costo tributario por producir, infraestructura pública y narcotráfico adquieren la dimensión de flagelos nacionales, sin que la chequera del Estado pueda hacer nada para remediarlo.
Naturalmente que la educación también está alcanzada por el mismo fenómeno. Militamos que el Trotta de turno tal cosa, y que el Baradel del momento tal otra, mientras mantenemos enfrentadas a las escuelas de gestión estatal y las de gestión privada, a las jurisdicciones educativas oficialistas de las opositoras, a la educación presencial de la virtual, a los tecnófobos de los tecnófilos, a los curricularistas tradicionales de los innovadores. Y mientras jugamos a que nos ocupamos del asunto ‘educación’, el analfabetismo de expande frente a nuestras narices dentro del mismo sistema escolar, con aprendizajes de una calidad que solo nos augura un destino calamitoso. Desconocemos lo que significa vivir en una sociedad compleja y pobre, fracturada por las carencias, sin recursos, sin destino, ni esperanza. Sin embargo, hacía allí nos estamos encaminando a paso firme, de tanto que no nos ocupamos de los problemas.
Mientras sigamos entusiasmados con pegarle al otro y no al problema, estos nos colonizarán como virus, infectando todos los ámbitos de nuestras vidas, dañando todos nuestros acuerdos de convivencia. Y no habrá ni líder, ni épica, ni ejercito que podrá dar vuelta ese derrotero, al menos en el mediano plazo.
El sistema educativo tiene la función no solo de generar aprendizajes, sino de entusiasmar a sus habitantes con el hábito de aprender y con el deseo de vivir en comunidad. Hoy la escuela debería ser el ámbito por antonomasia que enseñe a enfocarnos en los problemas, mientras nos habitúa a retomar hábitos de convivencia comunitaria, y rasgos de una sociedad pacifista y hermanada. Si la escuela necesita tanto un nuevo diseño como un nuevo relato, entonces el segundo deberá estar asociado a la necesidad que tenemos todos de aliarnos con el otro para taclear a los problemas que nos flagelan y que desean adueñarse de nuestro destino.