Antes de celebrar la ascensión, Jesús nos deja en claro un mandato: el del amor. La única acción humana, el único estilo de vida que caracteriza al cristiano y que lo identifica ante todos los demás. Permanecer en el amor para ser sembradores de un amor que no pasa. De un amor basado en su vida, en su verdad, en su camino.
Frente al amor existe su antónimo espiritual: el egoísmo. “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor”. El amor mutuo del Padre y del Hijo se transmite de Cristo a los suyos y de estos a todos los hermanos: “Mi mandato es que os améis los unos a los otros como yo os he amado”.
Quien busca solamente sus intereses personales marginando a los de Cristo, es como una maquinaria técnicamente avanzada cuya instalación eléctrica no está conectada con la red de energía. El egoísta está siempre ocupadísimo. El glotón de su tiempo, lo devora afanosamente en sus ocupaciones. Nadie duda de que se gasta, que rinde, pero al desligarse de la corriente vivificadora que Cristo ha inaugurado con su llegada a la tierra, sus realizaciones carecen de valor, no sólo para la vida eterna sino para la presente. La pandemia del covid-19 nos está dejando una secuela grave de individualismo y hemos de tomar conciencia de que su acción puede ser dañosa en el tiempo.
La historia ofrece pruebas de esta infecundidad hasta el aburrimiento. En diversos campos, como señala el papa Francisco en Laudato Si, en la vida de las naciones en que la industrialización es origen de contaminaciones que convierten el escenario de este mundo en un anfiteatro de barbarie y de muerte. Nadie duda de que hemos aprendido a volar mejor que los pájaros, de que surcamos los mares como peces, ni de que cada vez es más rápida y tupida la red de nuestras comunicaciones (el mundo virtual ha venido para quedarse), pero aún no hemos logrado entendernos como hermanos.
La producción de las vacunas ha mostrado el comportamiento más desconcertante de las naciones que fabrican y de las que quieren comprar, de los negociados y de las incertidumbres que genera su composición. Frente a ese frenesí de necesidad y de lucro económico nuestra generación no puede eludir la pregunta del Señor: ¿de qué le valdrá al hombre ganar todo el mundo -todos los avances técnicos- si pierde su alma, si los valores del espíritu son postergados?
El mandato del amor de este domingo pone en análisis profundo en cómo estamos viviendo la administración de la pandemia: individualismos, compras y negociados, salvarse a sí mismo, peleas por liberar las patentes de vacunas, vacunación VIP, etcétera, etcétera.
La ciencia sin conciencia, la que no está al servicio de los demás de un modo afectivo y efectivo, es como una fuerza desatada. Ciertamente no podemos vivir sin aire, pero un huracán o un tornado pueden provocar una catástrofe. “Para todas las otras buenas obras puede siempre alegarse una excusa -dice San Jerónimo-; más para amar nadie puede excusarse. Me puedes decir: no puedo ayunar, pero no puedes decirme no puedo amar”. En el trato diario con nuestros iguales es inevitable que surjan roces o que nos ofendan y perjudiquen. En esos momentos tendremos que sobreponernos a la tentación de responder al mal con el mal. Igual que Dios nos quiere, aun con nuestros defectos y nos perdona, nosotros debemos querer a los demás... y perdonarles.
Se salvará este mundo y nos salvaremos nosotros si nos esforzamos por construir espacios donde el respeto, la comprensión y el afecto no sean suplantados por la espiral de la violencia. El amor es la fuerza más creativa y poderosa, la que -dice S. Pablo- no muere nunca (1 Cor. 13). La pandemia es el examen del amor de los hombres entre sí y de la humanidad misma. El escenario mundial que vemos, las repercusiones nacionales, la vivencia cotidiana es un claro llamado a superar nuestras miradas egoístas para pensar solo en clave de amor.