Joaquín Ezequiel Linares,el maestro del arte que murió dos veces
Había muerto mucho antes de su propia muerte. Desde que falleció (el martes se cumplen 20 años) uno de sus hijos había dejado de pintar (lo que era su vida). Que una docena o poco más de pintores esbozaban cometer el parricidio artístico de fines de los 80 y 90 no le resultaba nada simpático, aunque saludara a “los nuevos”. Sabía que su nombre figuraba en docenas y docenas de currículos otorgándole el título de maestro. (Se sabe, nada nuevo es legitimarse con un maestro aunque se abuse de él; de una relación con el docente en un taller con 30 o 40 estudiantes). “Mi padre vivió una enorme soledad en su final”, le dice su hijo, Diego Linares, al autor de este artículo.
Joaquín Ezequiel Linares siempre seducía a su pesar en la mesa del bar de la facultad (que hoy lleva su nombre), a sus alumnos y docentes o en las reuniones del HCD de la Facultad de Artes. En los quonsets, con el eterno cigarrillo en su mano, estaba dispuesto a encontrar algo “interesante” en alguna zona de un impresentable dibujo ante la mirada sorprendente y sumisa del resto. En una de sus últimas entrevistas recordó a sus alumnos Alicia Peralta, Sergio Tomatis, Daniela Jozami, Tito Quiroga, Bernardo Kehoe, Eduardo Joaquín, Sebastián López y no muchos más. Pero eran decenas de decenas sus “discípulos” en los cv.
Desde que llegó a esta provincia al entonces Departamento de Artes de la UNT (1962) admitió que cambió su pintura, pero aseguró que siempre fue barroco. Y sus series no lo desmienten: son un testimonio de eso “real maravilloso” que leyó en Alejo Carpentier que tanto le gustaba. La yunga, la selva, la vegetación y una mujer le cambiaron la vida. Las noches fueron para el interminable whisky y los cigarrillos en La Cosechera con Yolanda del Yesso y sus amigos; se constituyó en el referente artístico de una generación y más que eso. Una generación que disputaba sus ideas entre el peronismo y una izquierda menor en los 70 (los militantes de izquierda mayor, por decirlo de algún modo poco o nada concurrían a La Cosechera o al Buen Gusto, debe aclararse).
Cuando no pocos hablan del “maestro” no se refieren a la relación de profesor y alumno, sino a una mucho más profunda y amplia; donde puede intervenir hasta en la vida personal del discípulo. Todo un paradigma como se ha dicho tantas veces. Por eso a la generación del 80 y 90 le costó tanto romper con el maestro: el parricidio artístico, en definitiva. El “maestro” educaba en el arte y en la vida: en cómo asumir en lo cotidiano la producción y la creación. “Me enseñó el amor a la profesión, me definió, teníamos unas charlas bárbaras, éramos amigos pero lo trataba de usted”, cuenta Linares al hablar sobre su propio maestro, Adolfo De Ferrari, en Buenos Aires. Reitero: cuando Linares hablaba seducía con su verborragia, su entusiasmo, y creaba una relación especial, un romance con sus alumnos, con los que se creían sus discípulos. Sobre una mancha en la tela podía disertar 30 minutos ante la admiración de estudiantes y docentes que concurrían a aprender de sus devoluciones.
Series e influencia
Comprometido con su tiempo sus series dan cuenta de él: “La larga noche de los generales” (1966-1983); “Neo Virreinato”, “América insólita” (1971- 1979); “Jardín de la República” (1973-1982); “El exilio dorado” y “El exilio de Gardel” (1976); “Tango” (1975- 1982) y tantas otras, como la del “Cañaveral”, que propiamente pertenecía a otra serie.
Ezequiel Linares no fue el único maestro en esta provincia. Pero sí seguramente el que más influyó en varias décadas; en el intertexto en el que podían advertirse las presencias de Velázquez, Goya y Bacon, principalmente. “Hasta cuando hacia pintura abstracta era barroco” reconoce en una entrevista: la neofiguración se conoció en Tucumán a través de sus obras. Las cabezas calvas, las expresivas y terroríficas bocas abiertas y sus gritos inaudibles, el terror y la violencia en esos rostros y sus ambiguas figuras (bien definidas en sus líneas en la serie “Tango” y difusas en las virreinas), son un retrato de sus obras.
Cuando Ezequiel Linares arribó a esta ciudad se hizo cargo del taller de pintura; lo contrataron para esa tarea que años antes había ocupado Spilimbergo; colaboró para convertir el Departamento en Facultad de Artes. Integró distintas gestiones de esa facultad de formas diferentes; eran compromisos que no podía eludir, al fin y al cabo.
Su vida como artista estaba muy vinculada con el Linares maestro, Linares funcionario, Linares referente. Cuando se hablaba de la Facultad de Artes e incluso de la Universidad Nacional de Tucumán no podía ser obviado, era la carta de presentación de las instituciones.
“Encontramos la Nueva Figuración a partir de Linares (…) Hablar de la pintura de Tucumán es hablar de él”, dice Eduardo Joaquín, discípulo y profesor de la Facultad de Artes. No pocas veces dijo que esta provincia era Macondo; sí, ese curioso territorio que descubrió Gabriel García Márquez en Cien años de soledad. Un espacio donde todo podía ocurrir y era natural que así fuera, hasta lo mágico y lo más extraño. Se reconocía como un pintor literario, un sufriente ante la tela blanca y con humildad se sentía incómodo cuando reconocía que estaba a cargo de profesores como Luis Lobo de la Vega o Aurelio Salas.
Parricidio artístico
Durante más de 25 años fue el maestro indiscutible, al menos públicamente. En la segunda mitad de los 80 algunos artistas, con sus obras, insinuaban el “parricidio artístico”. Y en los 90 el concepto propio de maestro entró en crisis. Así como se llama, ese parricidio significaba incursionar en nuevos lenguajes más allá de la neofiguración, aunque sin abandonarla del todo; o en la instalación o la performance. Un proceso complejo, con alcances y duelos distintos. Cuando se inauguró el Centro Cultural Rougés en 1990 no pocos artistas y estudiantes no pudieron ingresar a su muestra.
Hace unos días conversaba con su hijo Diego Linares (que prepara una gran muestra, con obras inéditas y cartas de su padre, incluso). Recordaba que la admiración por Bacon se produjo en los 70 cuando estaba en París: “papá y mamá fueron al Gran Palais ante un inmensa retrospectiva de Bacon. Lo tengo presente porque el catálogo de esa muestra aún está en Tucumán”. Fue en 1971, cuando la pareja del irlandés se había suicidado.
Una pasión americana
La exposición más importante de Linares se mostró en el Museo Timoteo Navarro titulada “Crónica de una pasión americana”. Con la curaduría de Alberto Petrina y Claudia Epstein se inauguró en el Museo Sívori y recorrió Jujuy, Salta, Córdoba y esta ciudad. Allí desfilan sus personajes, algunos de circo, como contorsionistas, enanos y animales; compadritos de barrio y prostitutas, pero igualmente las gorras, botas, rifles y medallas, algunas apareciendo en el cañaveral. En la pintura “El Fusilamiento” (1966) los ocho soldados apuntan al receptor, toda una distancia de Goya.
“Crónica de una pasión americana” (2010) se presentó en esta ciudad como un ataque al arte contemporáneo. Lamentablemente, un desaforado Alberto Petrina emitió desde un atrio un discurso ofensivo que no le hacía nada bien al arte de Linares. Y tuvo su respuesta con silbidos, abucheos y cartas de quejas a este diario. El funcionario Alberto Petrina fue tan agresivo que llamó a los artistas contemporáneos “eunucos perfectamente esterilizados por ‘sus maestros’”, “seudo artistas de pensamiento débil”.
En 2009 había conocido su casa en la segunda cuadra de la calle Thames para realizar un trabajo que finalmente no se concretó. Su mujer me mostró parte de sus pinturas guardadas y colgadas en una especie de entrepiso. Cuando por el pasillo de la vuelta (por calle Mendoza) se instaló poco tiempo después el proyecto teatral-performático Fuera de Foco, los teatristas debieron acomodar una vieja prensa y pinturas humedecidas del maestro en uno de los cuartos.
Soledad final
Antes, mucho antes, tuvo su año sabático y cuando la dictadura amenazaba y apretaba, se autoexilió en Madrid. Pero no fue un perseguido político ni sufrió la represión, hay que aclararlo. Linares tomó partido por su tiempo, lo que debe entenderse que así como tenía gran simpatía por las ideas progresistas, no desconocía qué sociedad, qué clase social lo seducía en el Centro Cultural Rougés, con sus apellidos patricios cuando se reestableció el régimen constitucional.
Diego Linares cuenta que su último tiempo fue de soledad. “Decía que vivía en estado contemplativo”, recuerda en un diálogo con este columnista. Estima en alrededor de 1.000 cuadros los que hizo,“más dibujos que pinturas; y unas 12 o 14 esculturas”.
El artista cuya vida era pintar murió el 20 de abril de 2001, pero antes había dejado de pintar. Su primera muerte se la llevó su hijo.
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Jorge Figueroa - Doctor en Artes, periodista.