Los gallos cantan. Anuncian que falta poco para el anochecer, pero todavía no son ni las seis de la tarde. Todo se ve sombrío como una foto en blanco y negro: los carros con sus caballos, estacionados sobre la Amadeo Jacques al 1600; de un lado, las casas de bloques de cemento y chapas, del otro, sobre la margen del río Salí, una alfombra gris de basura. No hay música como en otros barrios. Esta parte de La Costanera tiene sus sonidos propios: además de gallos, de perros que ladran y chicos (no menos de 10 por casa) que chillan, ríen y lloran. De hombres que conversan a los gritos, como si estuvieran discutiendo, en grupos, sentados en la vereda de tierra. Nadie usa barbijo.
La llegada de la hermana Dolores Paz, de Caridad de Nuestra Señora del Buen y Perpetuo Socorro, interrumpe la escena. Los chicos vienen corriendo a saludarla. La abrazan. Esta vez ella no trae alimentos ni ropa ni caramelos. Solo los visita. Ellos no preguntan nada. Saben, como ya le han explicado hace más de un mes y medio, que la gente no está donando a Cáritas. Pero también saben que apenas le llegue algo la hermana lo va a repartir.
“Hace casi dos meses que no tenemos ni una bolsa de arroz para entregarle a las familias. A mí me da mucha pena porque ellos esperan, van a golpearnos la puerta en la casa de las hermanas para preguntar si ya tenemos algo. Nos parte el corazón decirles que todavía no tenemos nada”, dice con un nudo en la garganta.
Delantal y velo gris, zapatillas y barbijo, la religiosa cruza la autopista, sigue el mismo sendero que hacen los chicos que van a limpiar los vidrios en los semáforos de las avenidas, y llega a las familias de La Costanera. La hermana Dolores vive con otras dos hermanas que trabajan en la parroquia de Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa, frente al parque 9 de Julio. Pero no va tan tarde a visitarlos, como esta vez que lo hace para acompañar a LA GACETA. Ella hace su visita por la mañana, cuando los chicos que consumen droga están durmiendo. Al anochecer, después de que han cantado todos los gallos, se pone peligroso. La gente se encierra en sus casas y el barrio cambia de escenario.
La pandemia empeoró
El año pasado, con la pandemia, fue el más duro que las familias de La Costanera recuerden en 20 años. “Recién en octubre cuando se flexibilizó la cuarentena pudimos salir a visitar a las familias”, cuenta en plural, la hermana, aunque ella sola es la que visita las casas. “Cáritas diocesana nos apoya con mercadería porque ayudamos a 60 familias y no es fácil. Pero ahora no estamos teniendo donaciones. Las familias vienen todos los días a preguntarnos si hay comida y les tenemos que decir que no. Es doloroso. Nosotras le compartimos lo que tenemos. Para colmo las tres hermanas estamos con dieta médica, de pollo y zapallo hervido. Así que siempre le tenemos un sánguche de mortadela para que no se vayan con las manos vacías. Nosotras también vivimos con poco”, se alza de hombros.
“Nuestra jurisdicción es la parroquia de la Medalla Milagrosa. Desde que empezó la pandemia las facultades de la UNT están cerradas. No tenemos muchos vecinos para ir a pedir donaciones. Nosotras apelamos a la solidaridad para poder ayudar a otros”, dice con voz neutra, como quien ha ido perdiendo su tonada tucumana natal, con tantos viajes por las misiones del África y del Amazonas.
Escenarios de olores
Olor a bosta de caballos con mezcla de basura y humo de leña es el paisaje olfativo que llega por la nariz. En el barrio El Trébol -como le llaman a esa zona - hay un solo caño por familia, que llega por manguera. Ellos agradecen que haya agua en abundancia. “Aquí no nos falta el agua, gracias a Dios. Nos alcanza para todo lo que necesitamos”, dice Liliana More, sobre cuya cabeza sobrevuelan varias sogas con ropa colgada como si fueran banderines. Hasta encima de las chapas que ofician de puertas hay ropa secándose. Es que en su casa viven cinco familias. Ella, de 40 años, tiene ocho hijos, y varios están casados y le han dado cuatro nietas. Ella a todos sus hijos les ha hecho un lugar para que vivan en su lote. Pero no hay mucho lugar, cada familia vive en una pieza. Y en cada pieza hay una o dos camas, donde duermen de a dos y de a tres. Ropero no existe. La ropa se guarda bien doblada en cajas o en cajones de fruta. Mesa, tampoco hay, cada uno come con el plato sobre las piernas. Pero como las sillas tampoco alcanzan ni los platos, se almuerza por tandas.
Cada día (es un decir) Liliana cocina para más de 15 personas. Imposible comprar una garrafa de gas. Ella cocina a leña (“cuando hago guiso le pongo tres kilos de fideos”, calcula). Pero el olor la delata y en cuanto sienten el aroma al ajo y al tomate ya se presentan sus sobrinitos, que viven en otra casa, con el plato en mano. “No tengo corazón para echarlos. Y mire que hay veces , como la semana pasada (hace una pausa y se hunde el pulgar y el índice en los ojos). Tres días he estado sin tener para darles a mis hijos… hasta que mi marido ha tenido que vender los arneses de los caballos para que puedan comer”.
“Aquí todos somos familia. Vivimos de los carros”, señala a su alrededor. La pensión de los siete hijos (unos $ 17.000, dice) le alcanza para pagar los préstamos. Para esta comunidad, Navidad y Año Nuevo son fiestas muy importantes. “Todavía estoy pagando lo que he sacado para las fiestas: ropa, zapatillas para los chicos y para comer”, detalla. Además tiene un crédito sacado por Anses que paga desde hace dos años. Por los descuentos el mes pasado ha cobrado tan solo $ 6.000. “Me empeño mucho por los hijos”, explica.
Un día de Liliana
La olla se para con lo que sale del carro. Liliana se levanta a las 6.30 de la mañana para hacer fuego y lo deja para que una de sus hijas haga mate cocido para todos. Ella parte al Mercofrut, con su marido y su hija, María, de 11, que no va a la escuela. Casi por regla general, los chicos a duras penas terminan la primaria y ya no van más. Van a trabajar. “No he podido mandarlos porque hay que tener para el uniforme y las carpetas, prefiero que estén aquí, en la casa, y no que vayan a pasar vergüenza”, baja la mirada. Ajeno a todo, Leo, de siete años, de cabeza rubia desteñida por el sol y por la mala alimentación, sonríe con picardía. Él sí va a la escuela. En la casa hay un solo celular y con ese estudian todos.
A las 9, ya ha comprado las verdura en el Mercofrut y la vende en los barrios. Mientras va en el carro junta cartones y botellas que le servirán para un guiso cuando no pueda salir en el carro. Vive al día. Sin barbijos ni alcohol en gel, su único virus se llama hambre.