La última de las llamadas “Batallas en Puerto Argentino” se libró durante los últimos minutos del 13 de junio, y las primeras luces del día siguiente, en un páramo donde los objetos están desencajados del tiempo y del espacio. No guardan ninguna relación entre lo que representan como tales y lo que significan cuando son descubiertos. Los significantes de las cosas están completamente desplazados allí.
La turbación comienza por el mismísimo nombre del sitio. No es más que un espolón de rocas traicioneras, frías hasta en su aspecto, que sin embargo llevan el pomposo nombre de Cresta del Telégrafo. “Wireless Ridge” para los actuales ocupantes de las islas y para los comunicados oficiales del Fuerzas Armadas argentinas. Pero esas piedras no están sanas. En una de las caras de este sitio pueden observarse claramente los cantos estallados por el plomo que fue vomitado sobre ellos.
La otra mejilla, en cambio, es bastante más escarpada, pero conserva en su base una serie de pasadizos y hasta de pequeñas cuevas. Ahí, justamente, es donde aparece el quiebre de la realidad. No son cuevas, sino el lugar donde vivieron personas. Hace tan sólo 39 años. Eran argentinos.
Entonces, comienzan a aparecer, perfectamente coherentes en el absurdo, más cosas que no son lo que son. Una lata de conservas, oxidada hasta la exageración, se convierte en el mayor elogio de la culpa histórica: los conscriptos alguna comida recibían. Al lado, un envase plástico al borde del desperdicio se convierte en un elemento distintivo de nacionalidad: aunque borroso, todavía se puede leer en él que alguna vez contuvo mermelada marca “Fanacoa”. Finalmente, una lata de “Mirinda” herida de muerte por las hostilidades del herrumbre quiere contar con su cuerpo la historia de su única guerra: sobre su superficie argentina avanza, inexorablemente, su enemigo. Pero ella resiste. Como puede. Y mientras pueda, dará pelea.
Fuera de los huecos también se dan las apariciones. Dispuesta a establecer nuevos parámetros para cualquier lógica conocida, aparece una pala en un espacio donde únicamente hay piedras. Y más allá yace, sin más, una pila “Eveready”, de las medianas. Esta casi toda corroída y a su gato negro ya no le quedan nueve esperanzas para burlar la muerte. La sola presencia de esta pequeña batería llena el ambiente de una ácida musiquita. Si se presta atención, se escucha claramente un viejo jingle de los 80, que repetía, una y otra vez, “una pila de vida”. Justo eso tenía que decir…
“Uno puede ver que los veteranos argentinos que vienen sienten cosas muy fuertes cuando recorren el lugar. Unos se enojan mucho con todo lo que pasó. Otros se ponen muy tristes. También están los que se alegran cuando encuentran objetos. Y los que se emocionan tremendamente porque reconocen los sitios donde estuvieron apostados, si es que los asignaron a esta área. Pero en general, todos tienen malos recuerdos”, relata Anthony Smith, el guía isleño que acompaña a LA GACETA.
Después de rodear todo el lugar, sólo resta atravesarlo. Un largo pasillo se abre en medio. Luego, el espacio entre rocas deviene cementerio de piezas de artillería. Hay extremidades de armas mutiladas por todas partes. Aparecen soportes de equipos de grueso calibre en un extremo, o la parte superior de un equipo antiaéreo en medio del pasaje. Y hacia el final, un enorme trípode que carga sobre sus gruesas patas todo el peso de la nada.
La salida de la Cresta del Telégrafo, finalmente, está custodiada por un cañón de 105 milímetros, fabricado en la Argentina en 1968, según puede leerse aún en el grabado de su lomo. Aunque le pesan los 40 años a la intemperie, pone todo su empeño en mostrar integridad y solidez. Le cuesta mantenerse erguido, pero sigue de pie. Y todavía apunta a algún lugar. No importa dónde, ya que en realidad, el cañón 0024 sigue parado porque está esperando a alguien. Pero cae nadie viene. Ni vendrá.
A metros de la capital
La Cresta del Telégrafo es la última de las denominadas “Batallas en Puerto Argentino”. De hecho, fue la lucha que más cerca se libró de la capital, de donde dista sólo cuatro kilómetros. Allí se peleaba, incluso, cuando las posiciones argentinas en las montañas que los despachos oficiales del Ejército argentino llaman Longdon, Harriet, Dos Hermanas (“Two Sisters”, según le llaman los actuales ocupantes) Williams y “Tumbledown” (cuya traducción es, nada menos, “Ruinoso”) ya habían caído en manos de los ingleses.
Según coinciden numerosas fuentes, así como los testimonios de los ex combatientes, el elemento atrozmente distintivo de esta pelea por esta última elevación del terreno fue el cañoneo naval. El asalto al espolón fue encargado a la compañía 2 de paracaidistas británicos, la única unidad que batallaría dos veces contra las fuerzas argentinas durante la Guerra de Malvinas. El primer choque había sido nada menos que la primera batalla naval terrestre del conflicto, y también la más prolongada: Pradera del Ganso. En “Goose Green” habían perdido nada menos que al jefe del batallón (Herbert Jones), de modo que su reemplazante, David Chaundler, decidió que la artillería de los buques de guerra, a diferencia de aquel enfrentamiento inicial, no debía descargar sobre el terreno cuando comenzara la batalla, sino desde muchas horas antes. Fue un verdadero infierno de plomo que provenía de la fragata HMS Ambuscade, a lo que sumaba la artillería de campaña y los morteros de dos unidades terrestres.
El bombardeo inglés había comenzado, como de costumbre, por la noche. Pero fue en los primeros minutos del 14 de junio cuando empezó la embestida de la infantería. Llegó por el norte, protegida por el fuego de los carros de combate. Después de cuatro horas de iniciado el avance británico, por fin esas fuerzas logran dominar posiciones argentinas en la Cresta del Telégrafo.
Instantes después, y totalmente cercados, los soldados argentinos comienzan el repliegue hacia Puerto Argentino. A las 9.15 se informaba desde allí, justamente, que las posiciones de Tumbledown, Williams, Longdon y Wireless Ridge ya estaban en manos inglesas, que se intentaba rearmar un dispositivo de defensa, pero se admitía que no se podría contener la avanzada enemiga más allá de ese día. No mentían.
A las 13, los primeros soldados británicos entraban a la capital. Los argentinos se irían pocos días después.