Con la Constitución no sólo se vota, sino que también se come, se cura y se educa. Alejandro Carrió (1953) no pronuncia esa paráfrasis de la máxima del ex presidente Raúl Alfonsín, pero la da a entender a lo largo y ancho de la conversación por Google Meet. Más que un constitucionalista entregado al derecho penal, Carrió es un fanático de la Carta Magna de 1853. Según dice, aprendió a valorar esa “joya” a partir de su supresión como consecuencia del Golpe de 1976. En ese momento él estaba por recibirse de abogado en la Universidad de Buenos Aires: lo esperaba una carrera profesional y académica destacada en el país y el extranjero, a la altura del apellido que porta. Resulta natural que tanta devoción por la Constitución y la tarea institucional alfonsinista termine pariendo este título: “en la Argentina estamos extrañando a una persona que con autoridad nos recite el Preámbulo”.
Cuenta Carrió que al comienzo le preguntaban por su padre, el jurista y ministro eminente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación formada por Alfonsín, Genaro Carrió. Y que, con el tiempo, comenzaron a emparentarlo con Elisa Carrió, la dirigente de la Coalición Cívica, con quien son primos segundos, pero no se trataron. Él lleva con gracia estas vinculaciones, y no se queda en la zaga de las convicciones democráticas y republicanas. Explica que en su familia hubieran preferido que María Estela Martínez de Perón concluya su mandato desastroso a que la desalojaran. Con vehemencia, asegura que el pueblo todavía no agradeció suficientemente los servicios que Alfonsín prestó a la patria a partir del 83 y que él no ha visto ningún acto institucional más valioso que el Juicio a las Juntas. En ese ir y venir de atrás hacia adelante, Carrió vuelve a echar mano de la Constitución y a advertir que su transgresión condena el pacto de convivencia. “Percibo que hoy estamos ante un riesgo de disgregación”, diagnostica. El problema radica en que quienes cumplen las leyes se sienten estúpidos frente a la preeminencia de la avivada.
Cultor del estilo llano y directo que propiciaba su papá, que fue un pionero del lenguaje jurídico claro, el abogado y socio del Estudio Carrió & Garay autoriza el voseo. Enseguida dice que la Justicia es el más débil de los tres poderes del Estado porque carece de la bolsa y de la espada, y que, por ello, merece la mayor defensa y vigilancia. En su top five de jueces está la ex ministra suprema Carmen Argibay: Carrió la aprecia porque, entre otras razones, aquella dijo que los jueces debían ser muy desagradecidos con quien los había nombrado y no atenderle el teléfono. “De esos todavía quedan algunos”, informa. Él por su parte tuvo la experiencia de representar a los camaristas Leopoldo Bruglia y Pablo Bertuzzi en la judicialización de la decisión política que dejó sin efectos sus traslados y que, per saltum mediante, llevó a la Corte Suprema de Justicia de la Nación a resolver que los puestos que aquellos ocupaban debían ser llenados por concurso. “El caso me dejó una decepción bastante grande”, dice (ver por separado).
-¿Cómo recordás el Golpe?
-El 24 de marzo del 76 me agarró en los meses finales de mis estudios de Derecho. Me acuerdo que el Golpe militar fue un golpe en todo sentido. Yo me crié en una familia en la que las interrupciones democráticas eran miradas con bastante aversión. Mi entorno consideraba un muy mal Gobierno al de “Isabelita” (Martínez de Perón) por sus muchas falencias institucionales y el hecho de que la guerrilla se estaba convirtiendo en un actor que resultaba imposible no tomar en cuenta. Pese a eso, la sensación familiar es que hubiera sido preferible que ese mandato constitucional malo terminara antes que un Golpe. Entonces, había una especie de sensación de alivio, porque el Gobierno era muy frágil, mezclada con bastante preocupación, aunque tampoco era imaginable en ese momento que nos esperaba una noche tan oscura como las de los siete años de la gestión militar. Pronto me di cuenta de que pasábamos de una Universidad de Buenos Aires caótica a otra regimentada, es decir, a nada bueno.
-¿Cómo nace un constitucionalista en esas circunstancias?
-Fueron años bastante formativos porque de chico me gustaba el Derecho Constitucional: me fascinaba la idea de que hayamos elegido la forma republicana de gobierno, que significa división de poderes y frenos al autoritarismo. A cuanta persona me quiera oír diré que la Constitución de 1853 es una joya arquitectónica porque reparte maravillosamente el poder entre los distintos estamentos y procura que ninguna de las ramas del Estado fagocite a las otras. Y todo ese esquema deslumbrante estaba en un papel que no se aplicaba, pese a que, y este es un “pese” importante, si bien el Poder Judicial contrajo deudas significativas en la investigación de las desapariciones, en general era desempeñado por gente decente. Podías no estar de acuerdo con sus opiniones y pensamientos jurídicos, pero en la Corte del Proceso, por llamarla de alguna manera, que entre otros integraron Adolfo Gabrielli, Horacio Heredia y Elías Guastavino, sabían derecho y tenían decencia. A mí me tocó ver esto de cerca porque mi padre era defensor de Jacobo Timerman, fundador del diario La Opinión y la revista Primera Plana, quien había sido detenido al margen de la ley, y esa Corte tuvo la valentía de hacer lugar a un hábeas corpus, lo que fue una demostración de independencia. Fueron años de mixed feelings (sentimientos encontrados): mi pasión por el Derecho Constitucional estaba bastante limitada y por esta conexión que había tenido mi padre, que fue integrante de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, sabía o quizá tenía más interés que otros por saber qué estaba pasando con las personas desaparecidas. Recuerdo que me volví lector del (Buenos Aires) Herald porque era el único periódico que con seriedad se animaba a sacar esas noticias demasiado graves como para no prestarles atención.
-¿Cómo fue pasar de ello al Juicio a las Juntas?
-Para mí ello implicó el renacer de la Argentina y lo mejor que viví aquí desde que tengo uso de razón. El retorno de la democracia habría sido muy distinto si hubiese ganado (Ítalo) Luder, que era el candidato justicialista, porque justamente tenía como propósito manifiesto no revisar lo que había sucedido con los gobiernos militares en términos de detenciones, desapariciones de personas, campos clandestinos de privación de la libertad, etcétera. Creo que la Argentina le debe mucho a Alfonsín y se lo debe principalmente a su decisión, que requirió mucho coraje, de enjuiciar a las Juntas Militares en una política de derechos humanos que yo no vi posteriormente con la suficiente entereza y equidistancia. Esta política consideró criminal cualquier desaparición y cualquier muerte porque de hecho lo es: no tenés cómo justificar la decisión de quitarle la vida a otra persona.
-¿En qué radicó la entereza y la equidistancia?
-Esta política implicó juzgar a las cúpulas militares, pero también a (Mario) Firmenich y a los cabecillas del ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo), y para mí fue lo más valioso que tuvo la Argentina en el ámbito de los intereses públicos y judiciales. El rol de Alfonsín como estructurador de la vuelta a la república es algo que al día de hoy estamos extrañando. Estamos extrañando a una persona que con autoridad nos recite el Preámbulo. Ninguno de los que hoy atraen votos reúne esta característica. Nos falta ese alguien que esté convencido de que la república y la división de poderes son muy trascendentes. Lamentablemente estamos en una situación donde no sé cuántos de los políticos que hoy representan el sentir nacional se dan cuenta de la importancia que tienen estos valores que son los que recordaba Alfonsín durante su campaña.
-¿Este alejamiento de la Constitución explica la pérdida paulatina de calidad de la vida colectiva y de esperanza en el futuro común?
-La Constitución es un pacto de convivencia. Nos hemos puesto de acuerdo, por lo menos en el papel, de que esta es la forma en la que podemos convivir, y de que los representantes de las distintas formas de pensamiento van a tener lugar en el Parlamento donde se escucharán unos y otros. En forma previa a la enunciación de las autoridades constituidas está la declaración de los derechos y de las garantías que nos otorga a los ciudadanos de a pie la tranquilidad de que los gobiernos no nos van a pasar por arriba. Los derechos de la ciudadanía aparecen antes que los poderes públicos. Nuestro artículo 19 de la Constitución dice algo tan maravilloso como que nadie será obligado a hacer lo que la ley no manda ni privado de lo que ella no prohíbe: esa frase es definitoria de un país republicano. Las autoridades carecen de los poderes que no les han sido expresamente concedidos. Esto significa que nos gobiernan las leyes, no las personas, y que no importa quién sea transitoriamente el que está desempeñando un cargo público: lo que lleva a cabo es un servicio, debe servirnos a todos. Tenemos tanta cultura autoritaria y tanto perdonamos a los autoritarios de turno que parece que no reparamos en lo relevante que es que nuestra Constitución eligió esa forma de gobierno, la del poder limitado. Esta es la manera de entender la Constitución: debemos encontrar esa misma lectura.
-¿Por qué?
-Para mí no hay principio más importante que el de la igualdad ante la ley porque eso es lo que une a los distintos. Podemos ser muy diferentes, pero nos cohesionamos en la igualdad ante la ley. Por eso las vacunas VIP son una especie de herida mortal a la Constitución. Da la sensación de que vale todo y esto hace que empieces a cuestionarte qué sentido tiene que esperes pacientemente tu turno para vacunarte cuando lo están haciendo chicos de 20 años en un call center por su vínculo con una actividad estatal. Según mi opinión, estamos cerca de una crisis de disgregación donde la gente regresa a la lógica del sálvese quién pueda. Si no van a respetar las reglas, ¿qué hago yo aquí en la cola esperando a un colectivo que nunca se detiene en mi parada? Me afecta que en esta avivada de las vacunas incluso haya entrado gente de mis afectos que no es capaz de ver que quizá al recibirla privó a otro que la necesitaba más. Eso es algo que daña psicológicamente.
-Este es el primer 24 de Marzo sin Carlos Menem. ¿Cómo evalúas el impacto de los indultos?
-Si bien hay varios ejemplos de días negros en la historia institucional argentina, el de los decretos-sábana con los indultos es uno de los más oscuros. Hay que recordar el esfuerzo que había implicado sentar en una sala de enjuiciamiento a los miembros de la cúpula militar: en 1984 y 1985, cuando empezó el Juicio a las Juntas, todavía eran muy influyentes. Y los tuvimos sentados a Rafael Videla, a Emilio Eduardo Massera, a Leopoldo Fortunato Galtieri y compañía. No requirió el mismo coraje la reapertura, muchos años más tarde, de los procesos penales, que entre paréntesis sólo se recuperaron para los militares y no para los miembros de las organizaciones guerrilleras, cosa que considero un golpe a la igualdad ante la ley. Los indultos de Menem representan una oportunidad perdida y un fenómeno muy dañino desde el punto de vista jurídico porque dejó la sensación para el futuro de que se pueden cometer los crímenes más aberrantes y, tal vez, sus responsables terminen no pagando por ello. Yo consideré que los indultos de Menem eran inconstitucionales porque toleraban delitos rechazados por nuestra Ley Fundamental.
-Hubo que esperar que llegara un Gobierno afín a aquella visión para que los Tribunales reactivaran los juicios...
-A los indultos le siguió el capítulo lúgubre de la ampliación de la Corte Suprema que Menem propició por su rechazo al Poder Judicial heredado. Esto es algo que los poderes ejecutivos nacionales y provinciales intentan hacer siempre mediante los nombramientos. Un presidente al que se le asignan pocas virtudes como Fernando de la Rúa tuvo la capacidad de aceptar una Corte ajena: en cambio, Néstor Kirchner alcanzó el poder y desató una persecución contra ministros de la Corte que a lo mejor les quedaba grande el cargo, pero que habían sido nombrados con el método constitucional. Pero volviendo al punto inicial, el indulto equivale a levantar a los 10 minutos la penitencia impuesta a los chicos que hicieron una macana por el hecho de que nos tienen hartos. La enseñanza es pésima. Algo parecido pasa con las moratorias impositivas. Cada cierta cantidad de años hay un perdón para los contribuyentes por el sólo hecho de que el Estado necesita plata. Esto de vuelta nos hace sentir estúpidos a los que cumplimos la ley.
La experiencia de defender a los jueces Bruglia y Bertuzzi: “La Corte quiso estar en un lugar intermedio y ese no es su rol”
El abogado Alejandro Carrió llevó adelante uno de los casos más sensibles de 2020: representó a los jueces trasladados Leopoldo Bruglia y Pablo Bertuzzi, que para un sector fueron “castigados” por haber intervenido en procesos de corrupción administrativa de interés del oficialismo. “Esta causa me dejó una decepción bastante grande porque tuve la impresión de que la Corte Suprema de Justicia de la Nación quiso ubicarse en un lugar intermedio entre facciones como si rol fuera ese, pero no lo es: su rol es darle la razón a quien la tiene con independencia de cuán simpático o antipático resulte el fallo”. Carrió apuntó que jamás hubiera recomendado a Bruglia y a Bertuzzi iniciar la vía judicial si no había claridad de que la Corte, en una acordada previa, había determinado que las designaciones como las de ellos, específicamente la de Bruglia, eran válidas y que no era necesario pasar por el procedimiento del artículo 99 de la Constitución, que es el que supone un concurso en el Consejo de la Magistratura de la Nación, la inclusión en una terna, la designación en el Poder Ejecutivo y el acuerdo del Senado. “Existían, además, antecedentes de entre 70 u 80 jueces trasladados con aquella mecánica. Mi pregunta es cuántos concursos se abrieron para cubrir las vacantes que deberían dejar los jueces trasladados. Que yo sepa, el único concurso abierto es para llenar los cargos de Bruglia y Bertuzzi”, observó Carrió.