Por Daniel Medina
El primer poema del libro Ser Desierto, de Inés Rando, comienza con lo que parece un recuerdo nostálgico. Pero esa nostalgia se va agriando. Es como un sueño que se vuelve pesadilla, en un instante.
No es casualidad que al final de ese primer poema que abre el libro podamos leer:
“Sigo callándome cosas, queriendo de más para adentro.
Y no puedo evitar acordarme, abuela, cuando dijiste
que te caía mejor mi hermana
porque ella era graciosa y hablaba mucho
y yo no te contesté porque era callada
pero observaba todo
y esa fue la primera vez
que no supieron leerme
que me rompieron el corazón
eligiendo a otra”.
Para un lector, enfrentarse a este poemario es atravesar la desolación y la furia de recuerdos nunca asimilados. La memoria no permite dejar en el pasado el dolor ni el odio. Ese dolor primigenio nunca cesa. Vuelve. Y todas las palabras reprimidas son las que vuelca ahora la poeta. Pero escribir no es catarsis, a veces ni siquiera un espacio de salvación:
“no vale la pena para cazarme
lo que en realidad quiero decir
es que la poesía es un refugio
donde adentro siempre llueve.”
Ni la poesía ni ser poeta alcanza para mitigar el peso atroz del pasado que no se puede olvidar. La voz lírica se define como “soy/ la que juega de visitante en su propia cancha”. También: “Soy/las frases tachadas del poema.”
Y en medio de la exposición del dolor, queda el anhelo de venganza:
“Te juro que todo lo que escribo es un intento de escupirte a la cara”.