Todavía hay quienes recuerdan la época en la que los funcionarios públicos que cometían errores se marchaban a la casa sin que hiciera falta pedírselo. Había quienes se iban por meras disidencias con la línea oficial, y por una cuestión de autoestima y prestigio. Nada de eso sucede ya. Una regla no escrita de esta era “trucumana” sugiere que, a menos que se les dé por “romper los códigos”, los funcionarios se marchan ascendidos o con jubilaciones suculentas, sin importar sus equivocaciones: al contrario, pareciera que recibir más cuestionamientos garantiza mayores consideraciones en el último círculo del poder. Incluso los que se retiran machucados por el escándalo -o porque, simplemente, no juntaron suficiente cantidad de votos- luego son cobijados con el, verbigracia, eufemístico título de “asesores”. No importa si, como consecuencia de los abusos o de los delitos perpetrados, murieron ciudadanos inocentes.
Al aparato fenomenal de protección de privilegios de las jerarquías estatales le interesa primordialmente su autoconservación fundada en el secretismo; el clientelismo; el nepotismo; la impunidad; el servilismo; la extorsión; el “toma y daca”; la discrecionalidad; la manipulación de los límites, y el vaciamiento y la aniquilación de los mecanismos de control del Estado de derecho mediante el copamiento y la persecución de los disidentes. Este esquema digno de un califato en ruinas genera jueces como Juan Francisco Pisa, o fiscales como Guillermo Herrera y Carlos Albaca. Tras participar con roles protagónicos en procesos que destruyeron la credibilidad de la Justicia, los tres gozan del derecho a jubilaciones diseñadas para retribuir a quienes, con su trabajo, honraron la independencia judicial. Herrera y Albaca, además, muestran la aversión de los Tribunales a juzgar a “uno de los suyos”. No importa cuántos perjuicios hayan causado, ni siquiera que aquellos rechacen las acusaciones: el “sistema” los preserva de la rendición de cuentas para que el tiempo borre los rastros de sus malas prácticas. Si sus víctimas no los recordaran, ya habrían sido definitivamente olvidados.
No puede ser de otra manera en un escenario donde los partícipes de las componendas se blindan con la posesión de información susceptible de detonar el statu quo. En ese sótano, según cuentan algunos testigos, basta con amenazar con el llamado a una conferencia de prensa para provocar tembladerales y pesadillas de gobernabilidad. Los “Pisas” llegan, así, al clímax de su poder en su momento de mayor debilidad ante la sociedad: es lo que el gobernador Juan Manzur y la ministra Carolina Vargas Aignasse recertificaron al aceptar, en el último minuto, la renuncia condicionada al “Oyarbide tucumano”, como lo llaman los que siguen desde hace años una trayectoria beneficiosa para los de arriba y letal para los de abajo, capa a la que pertenecía Paola Tacacho.
A quienes padecen este entramado institucional torcido les espera el desierto, a menos que a los que mandan les vengan bien para algunos de sus fines. En 48 horas, el Gobierno de Manzur pasó de ensalzar a las “víctimas” del ex juez Enrique Pedicone a aplastar a las de Pisa. A las primeras, el fiscal de Estado, Federico Nazur, les dedicó un opúsculo inspirado en Costa Rica, donde reside la Corte Interamericana de Derechos Humanos. El autor del voto que llevó la voz cantante para la destitución del denunciante del vocal Daniel Leiva, uno de sus antecesores en la Fiscalía, recordó que los funcionarios públicos se habían comprometido a tutelar a los ofendidos por los crímenes y que “no podía haber trabas”. “La indiferencia hacia la víctima, que se deriva de la cosificación de esta, habla de un trato deshumanizante y, al mismo tiempo, antijurídico por contrariar principios elementales contenidos en las normas y en tratados internacionales de carácter y observancia obligatorias”, espetó Nazur para condenar a Pedicone. El legislador oficialista Dante Loza agregó a esto que era “intolerable” colocar a las víctimas de delitos en “la situación vejatoria de inseguridad, silencio y desprotección”.
Las palabras de Nazur, de Loza y de los cuatro restantes suscriptores de la posición del primero (Javier Morof, Alberto Herrera, Sara Alperovich y el abogado Javier Critto) no valen para los familiares que esta semana fueron una y otra vez a la desfigurada plaza Independencia a reclamar justicia, enardecidos por la ostentación de insensibilidad que implicó la cobertura de Pisa. El vocal Daniel Posse expuso la contradicción en su voto en minoría. Dijo que, fuera de los gritos del denunciante Lucas Mayer, no se advertían cuáles eran las “víctimas masivas” de Pedicone porque, entre otras razones, el oficialismo con el legislador Zacarías Khoder a la cabeza las mantuvo lejos del “jury”: no las citó para acusar ni permitió su convocatoria para la defensa.
Un príncipe del foro diagnostica la presencia de un síndrome de cinismo extremo, venalidad que ha erigido a la revictimización en una especie de política de Estado y que está llevando a cada vez más tucumanos a buscar auxilio en instancias internacionales. Muchos miran hacia Costa Rica o hacia la alta comisionada de la Organización de las Naciones Unidas, Michelle Bachelet, por el desconocimiento de los pactos de derechos fundamentales que referenció Nazur para, con la firma decisiva del representante de la abogacía Critto, defender la necesidad de echar a Pedicone.
En Tucumán se dan por caídas las bases institucionales mínimas: nunca hubo tantas víctimas durante un Gobierno elegido por el sufragio popular. Esta desesperanza se nutre de lo que queda después del desenlace de Pisa: hasta él señaló a la Legislatura que no aparecían los nombres de los restantes jueces y fiscales que habían despreciado las denuncias de Paola Tacacho. Permanece el “patrón de conducta” advertido en los desastres de Albaca (2014) y de Herrera (2015). Esas condiciones estarían ligadas al oscurantismo del Ministerio Público Fiscal que Edmundo Jiménez maneja a control remoto incluso antes de asumir la jefatura. Tal modus operandi sugiere que desde el 30 de octubre existe una serie de magistrados con conciencia de haber abandonado a Tacacho que se mantienen agazapados a la espera de que sus padrinos les consigan el mismo blindaje otorgado a Albaca, a Herrera y a Pisa.