Mucho más que la muerte de un niño

Mucho más que la muerte de un niño

 la gaceta / foto de florencia zurita (archivo)  la gaceta / foto de florencia zurita (archivo)

Los límites de la sensibilidad se van corriendo todos los días, como si fueran fronteras de países imaginarios. Entonces la capacidad de asombro se amortigua y todo ingresa en el terreno de lo aceptable. Es el triunfo de la resignación como actitud ante la vida. Afortunadamente, queda algún que otro límite al que aferrarnos para gritar “no pasarán”. La muerte de un niño, por ejemplo. Cuando se muere un niño los herrumbrados mecanismos de la empatía social vuelven a moverse y no podemos dejar de sentirnos mal. Mientras todo pasa, mientras todo da lo mismo, la muerte de un niño nos saca del sopor con un cachetazo.

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El devenir de Brian Galván obró el milagro de unir a una ciudadanía que disfruta la grieta como si fuera un caramelo en el recreo. Por una vez sobrevoló sobre la opinión pública un acuerdo tácito, el deseo de un final feliz para una película que se miraba con escepticismo. Pero no estamos para epílogos hollywoodenses. El desenlace que se intuía es el que se concretó. Un dolor tucumano, otro más, con el nombre y el cuerpo de un niño de tres años. Al toque, con la noticia todavía derramando tristeza, regresó el clásico chicaneo. Por algo Dante ubicó a quienes siembran discordia en el octavo círculo del infierno. Pero no hay ninguna comedia, ni mucho menos divina, en Tucumán.

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A fines de 2019, en la zona del puente de Los Bulacio se conjugaron el heroísmo y la tragedia. Jesús Rojas, entonces de 14 años, cayó al agua mientras pescaba en familia. Su papá, Daniel, se arrojó al Salí para rescatarlo. Jesús quedó a salvo, pero a Daniel lo arrastró la corriente y murió. Es en ese sector donde apareció el cuerpo de Brian Galván.

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Es muy fuerte lo que nos pasa a los tucumanos con nuestro río. Pocas ciudades en el mundo le dieron la espalda a su río fundacional como hizo San Miguel de Tucumán. Al Salí lo hemos agredido, despreciado, contaminado. Ni siquiera le conferimos el beneficio de la indiferencia. No es motivo de orgullo, no aparece en las cartillas turísticas; da la sensación de ser una mancha que merece cruzarse a toda velocidad, sin prestarle atención, salvo al momento de llenarlo de basura. No somos río, elegimos ser cerro, intentando adivinar en las cumbres del oeste, mirando en alto, un sentido de grandeza que el Salí no nos proporciona. El Tucumán fluvial es una metáfora de muchos de nuestros fracasos, de un destino que no fue.

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Las riberas del Salí muestran, en buena medida, la foto de la crisis. Es una costanera estigmatizada desde el vamos, compleja desde lo precario de su tejido comunitario, arrinconada contra la misera. En las márgenes del río los indicadores sociales se desploman y nada es suficiente para mitigar tanto abandono estructural. Ahí, donde se achica tanto la esperanza, el marrón del Salí ni siquiera sirve como espejo. Sobre esa correntada viscosa la nitidez de los reflejos es cosa de ciencia ficción.

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Necesitábamos un final feliz, devolverle a Brian Galván la posibilidad de un futuro, ganarle -por una vez- la pulseada a la fatalidad. Tal vez imaginamos que la imagen del niño a salvo podía ayudarnos a sanar, a limpiar un poco el espíritu de tanto alquitrán que lo enchastra. Necesitábamos ese final feliz, aunque sin darnos cuenta no hacíamos otra cosa que activar la usina del pensamiento mágico. Lo que podemos hacer, en todo caso, es empezar a ver a los niños que nos rodean. No a mirarlos. A verlos.

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Chicos que no son objetos de tutela, sino sujetos de derechos. Chicos a los que no puede faltarles alimentación, educación, salud y protección. Chicos que bajo ningún punto de vista deben trabajar porque su lugar es la escuela. Chicos que son víctimas de toda clase de abusos y de crímenes; chicos privados de su identidad. Nuestros chicos.

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La muerte de un niño es una experiencia paralizante y abrumadora. Así nos sentimos los tucumanos cuando se confirmó que el cuerpo hallado a la vera del río es el de Brian Galván. Pero además la muerte de un niño nos desconcierta, y si esa muerte es evitable, directamente nos indigna. La bronca es pésima consejera, y a la vez casi imposible de controlar. Con el correr del tiempo iremos conociendo los detalles del caso y las responsabilidades quedarán debidamente asignadas. Es lo menos que podemos esperar. Hasta entonces lo mejor sería bajar los dedos acusadores. Otro escenario posible es de lo más habitual en Tucumán: el silencio, la falta de respuestas, la ambigüedad. Aquí sí vale mantenerse alertas, a sabiendas de que la atención del público es de lo más volátil y del impacto de hoy nadie se acuerda mañana. Hay una memoria de tres años, la de Brian Galván, tan poderosa como cualquiera, y por consiguiente merecedora de un cierre a la altura. Que estemos de duelo no significa que no estemos prevenidos.

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La muerte de un niño es, básicamente, cruel. Pocos escribieron sobre ella con tanta profundidad y desgarradora belleza como Francisco Umbral en “Mortal y rosa”. Hablaba de su propia pérdida y la convirtió en un poema épico. Entonces escribió:

Qué estúpida la plenitud del día. ¿A quién engaña este cielo azul, este mediodía con risas? ¿Para quién se ha urdido esta inmensa mentira de meses soleados y campos verdes? ¿Por qué este vano rodeo de la muerte por las costas de la primavera? El sol es sórdido y el día resplandece de puro inútil, alumbra de puro vacío, y en el cabeceo del mundo bajo un viento banal sólo veo la obcecación vegetal de la vida, su torpeza de planta ciega. El universo se rige siempre por la persistencia, nunca por la inteligencia. No tiene otra ley que la persistencia. Sólo el tedio mueve las nubes en el cielo y las olas en el mar. (...)

La alegría es un camino más corto. El dolor es un laberinto con angustia de perderse. La alegría nos lleva en línea recta y eso vale más que la alegría misma. Pero el dolor duda continuamente, vuelve atrás, como una bestia sombría que no acaba de aprenderse el viejo camino. Voy tras sus oscuras pezuñas y de vez en cuando, sí, bebo en las fuentes amargas y densas, con sabor a hierro y a muerte. No huyo mi dolor, no me lo dosifico, como el suicida precavido o la dama sin sueño. Bebo y bebo. Me fulminará el veneno o lo agotaré. No quiero cucharaditas de plata para sufrir. A morro, directamente, bebo a borbotones sangre de niño, muerte de niño, la hemorragia necia y dulce del mundo.

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Un niño, todos los niños. Brian Galván. La muerte que oscureció un viernes de febrero y nos puso en la obligación de sentir.

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