Es como si se estuviera describiendo a una sola persona, pero no. Son integrantes de una generación que comenzó a ser visibilizada por la sociedad y, fundamentalmente, por un Estado que nunca la tuvo en cuenta. Ahora generan espanto por sus acciones o por el modo en el que terminan. Viven para robar y drogarse. Sus familiares, hartos, les dieron la espalda y los expulsaron de los hogares. Entraron no una, sino hasta 19 veces a una comisaría, pero nunca recibieron una condena, castigo que podría haber cambiado sus vidas. Tienen entre 20 y 30 años. Algunos de ellos vivieron en situación de calle mucho tiempo y nunca terminaron sus estudios. Son los “detestados” y un gran número de tucumanos se alegra cuando los matan y, si es con sufrimiento, mucho mejor. Son los jóvenes de los que nadie se ocupó y que hoy hacen temblar a una provincia que está alterada por los altos niveles de inseguridad.
La lista, que es mucho más extensa, está integrada por José “Culón” Guaymás (25 años) que abusó y luego asesinó a la pequeña Abigail Riquel, cuya vida se acabó cuando fue linchado por una turba asesina que sigue sin ser identificada. Sergio Beltrán (22) que fue ultimado por dos vecinos por un robo en el barrio Alejandro Heredia. Lucas Navarro (23), quien se mató al intentar escapar después de haber cometido un raid delictivo en el sur de la capital y cuyo cuerpo destrozado por las heridas llegó a millares de celulares. Walter Mauricio Regudero (26), el acusado de matar a la enfermera jubilada Susana Mansilla mientras esperaba el colectivo. Jonathan Luna (23) que, según la investigación, murió por la golpiza que recibió por un policía en actividad (quien supuestamente debe brindar protección) cuando lo descubrieron hurtando hierros abandonados en un predio de Lules.
Esta nómina no busca estigmatizar a sus integrantes y, mucho menos, “santificarlos”. Se trata de visibilizar un drama social que puede servir para entender lo que sucede en la provincia. La droga se llevó puesta a toda una generación. Los narcos se apoderaron de tal manera de los barrios que ya forman parte de la vida cotidiana de esos vecindarios. El Estado estuvo ausente para hacer prevención de las adicciones o, en su defecto, trabajar para que los adictos tuvieran la posibilidad de ver una luz en el final del camino. Tampoco hubo (ni hay) persecución penal en contra de los señores de la muerte. Mientras la industria y los comercios agonizaban por la pandemia, el narcomenudeo seguía recibiendo y vendiendo sustancias y se transformaba en una de las pocas “actividades económicas” (debería ser considera así por la cantidad de personas que moviliza y por el volumen de dinero que genera) que no sintió el golpe del confinamiento. Algo está pasando. Hace más de un año que no se desarticula una organización importante ni se pone en vigencia la ley para que la lucha contra el microtráfico sea atendida por la Justicia ordinaria ¿Hay interés de nuestros dirigentes -ya sean oficialistas u opositores- en acabar con este flagelo? Pareciera que no.
Impunidad y educación
La Justicia, durante años, se tomó su tiempo para resolver los casos. En un primer momento, la estrategia era la de abordar las causas que hubieran tenido un fuerte impacto público para enviar un mensaje tranquilizador a la sociedad. Por ello, los expedientes de hechos menores quedaban relegados. Pero así les fue. La espeluznante mora judicial es una prueba concreta de que no hizo ni uno ni lo otro. Fueron muy pocos los autores de delitos que sintieron el rigor del castigo.
En cualquier lugar del mundo, un individuo es enviado a una cárcel para tratar que encuentre otro camino. Las prisiones son consideradas grandes centros de rehabilitación, pero en Tucumán (por las condenas impartidas, las investigaciones realizadas y por los decomisos que se concretan mensualmente) pareciera que es más fácil comprar droga en el penal de Villa Urquiza que en la calle. Una prisión no debe ser considerada como un leprosario, sino como un instrumento para que el reo entienda que hay otras alternativas de vida al delito. Pero es imposible que eso se cumpla en esta provincia. Primero porque no hay programas para incentivar al reo a que termine sus estudios; tampoco cuentan con los recursos necesarios para que funcionen con normalidad los talleres de oficios. Pero, además, porque al estar colapsado el sistema penitenciario, los detenidos pasan más tiempo hacinados en una comisaría que el penal.
No se pelea contra la inseguridad poniendo más policías e “inventando” leyes más duras para silenciar a la tribuna. Primero se debe realizar un diagnóstico general para buscar, con una mirada integral, una solución diferente. Es difícil hacerle entender a una sociedad que ese es el camino, que los resultados tardarán en llegar y que, por la desidia, ya se perdió una generación que está destruida por la droga y apegada al delito. Es más fácil colocar parches efectistas, pero el problema seguirá latente. Ya lo dijo una ex fiscala: “no hay que trabajar para la foto, sino para una película que tenga un final feliz para todos”.