Al agua, pato: ¿cuál es la edad ideal para empezar?

Al agua, pato: ¿cuál es la edad ideal para empezar?

Meterse en el agua es uno de los placeres más hermosos, pero también implica riesgos: el ahogamiento es una de las primeras causa de muerte en niños de 1 a 3 años. Comenzar desde recién nacidos. Adultos.

Al agua, pato: ¿cuál es la edad ideal para empezar?

Graciela Vece, Marcela Medina y Patricia West lo vivieron en carne propia. Por eso no dudan. “¿Empezar a aprender a nadar? A cualquier edad”, responden, contundentes, las tres. Pero, claro, pensando situaciones diferentes: el espectro va desde los dos días (o cuando a tu bebé se le caiga el cordón umbilical) hasta... cuando te animes y te decidas.

Graciela y Marcela son “profes”, y describirán su experiencia. Patricia, en cambio, siempre le tuvo miedo al agua. Pero a los 36 años descubrió que quería ser buzo; se jugó y -cuenta- una de las experiencias más hermosas fue bucear con ballenas cerca de Puerto Madryn... De modo que, pruebas al canto, nunca es tarde.

Que no haya limitaciones para aprender es importante, porque además de ser muy placentero sumergirse en el agua también implica un peligro, para grandes y chicos. La diferencia: en general en los grandes (como le pasaba a Patricia) prima el miedo; en los chicos, el riesgo. Y aquí urge la prevención.

Según el Boletín de Estadísticas Vitales del Ministerio de Salud de la Nación, en 2018 murieron ahogados 77 niños de 0 a 4 años (más de 1 caso cada 5 días). “El ahogamiento es en Argentina una de las primeras causas de muerte en niños de 1 a 3 años”, advirtió en un comunicado la Sociedad Argentina de Pediatría. Pero seguramente las cifras son más altas: los especialistas coinciden en que hay un importante sub registro.

“Se conocen casos de chicos que se ahogaron en un balde; sí, un balde con el que su mamá limpiaba el piso -destaca Graciela, profesora de Educación Física y psicóloga-. Y no hay que confiarse en piletas poco profundas: bastan 10 centímetros de agua. Si un niño no recibió estimulación acuática cae y queda inmóvil boca abajo, porque no sabe rolar (es decir, a ‘hacer la planchita’) ni pararse en agua poco profunda”.

Graciela es especialista: la tesis de su Maestría en Natación, por la Universidad de Salamanca, es “La importancia de las actividades acuáticas en los primeros meses de vida”. Así que, con fundamento, recomienda aprovechar las oportunidades para prevenir accidentes. “Saber nadar es un seguro de vida”, es su lema, y -asegura- las oportunidades empiezan con el primer baño del recién nacido.

En la bañadera

Quizás no den los tiempos todos los días, pero propone que unas cuantas veces a la semana pongas suficiente agua tibia en la bañadera grande. “Es ideal, porque cada familia cuida las condiciones de asepsia y desde temprano se aprovecha que la posición natural del bebé es la horizontal. Estar así en el agua le es cómodo y le permite fortalecer los músculos cervicales para sostener su cabeza; si se comienza temprano con la estimulación, puede conseguir flotar sin ayuda a los 5 meses”, explica. “Sólo hay que sostenerles relajadamente la cabeza hasta que lo consigan por sí solos -añade-. El momento ideal es cuando el bebé se despierta y antes de comer”.

Desde los 6, cuando se siente, ya no será tan sencillo: al cambiar de posición, su radio visual se amplía y siente curiosidad, también en el agua. “Estar horizontal no le resulta tan cómodo y se resiste un poco”, agrega.

Vamos a la pile...

“Yo trabajo con bebés en la pileta a partir de sus dos meses” -cuenta Marcela, también profesora de Educación Física. Para Graciela, el momento es el que autoriza el pediatra, porque cada niño es único. Pero ambas coinciden en que lo ideal es empezar temprano. “De todas formas, no hay que apurar el proceso -destaca Marcela-. La clave es que sea placentero. En esta etapa el objetivo es la seguridad; no se trata de cumplir plazos”, resalta.

“A esta edad nadar significa autonomía -resalta Graciela-; que si el niño cae al agua, no se ahogue. Alrededor de los 8 meses, los bebés que aprendieron a ponerse de espaldas saben, desde lo sensomotriz, que pueden respirar... y pueden flotar más de 30 minutos”.

Se busca autonomía -coincide Marcela-, pero llega un momento en que hacen falta límites: “cuando se desplazan solos (desde el gateo) es crucial un ‘pacto’ explícito con los adultos: incluso si saben nadar, los niños nunca deben estar solos en la pileta, ni circular (menos correr) alrededor. Y no debe haber piletas sin cercar”.

A los niños más grandes se les pueden explicar los peligros, y al menos por un tiempo quizá hasta hagan caso... Pero -asegura Graciela- también aquí empezar temprano salva vidas y será más eficiente. “Los niños aprenden, desde lo sensomotriz, a dimensionar que hay peligro; lo logran si uno no los sostiene mucho en la pileta; así desarrollan lo que llamo ‘respeto al agua’”, cuenta Graciela. “Si se les permite experimentar de a poco el riesgo aprenden que lo hay. No es que los vas a soltar -destaca-; pero en una inmersión corta perciben que no pueden estar mucho tiempo en apnea (aguantando el aire); si nadan un trechito bajo el agua... también notan que en un momento no pueden más; que su tiempo bajo el agua es limitado. Entonces te piden que estés con él; aprenden que es necesaria la presencia de un adulto”.

Cuando logran hacer la plancha y su maduración evoluciona, se avanza en la autonomía. “Empiezan a meter la cabeza bajo el agua -señala Marcela-. Las primera veces soplándoles la carita toman aire involuntariamente. Luego lo hacen por imitación: tomo aire, el bebé también, y nos hundimos juntos”. “Poco a poco construyen respiración consciente -agrega-; por ejemplo, haciendo burbujas van aprendiendo a soltar el aire en el agua y luego salir”.

“Irán aprendiendo a sostenerse de los bordes, a entrar y salir de la pileta. Y si durante el primer tiempo se podía trabajar bien (a veces, mejor) con la mamá fuera del agua, a los 8 meses es necesario que ella se sume, porque evolutivamente el niño la necesita: ha aprendido a distinguir su rostro de entre los demás, y su ausencia lo angustia”, explica Graciela.

El trabajo con los peques puede seguir mucho tiempo; pero el objetivo de la autonomía y la seguridad se ha logrado.

Los adultos

Cuando uno ya tiene su años y prima el miedo, la clave es lograr sentir que el agua no es una amenaza -cuenta Patricia-; lo llama “estar acuatizada”. “Hay que empezar por las sensaciones; entrar al agua, aunque sea quedándose en el rincón. La idea es el disfrute, el placer... y la gran clave es relajarse; si no te relajás, fuiste”, asegura. “A veces es sencillo de ‘entender’, pero hay que confiar en ello: los pulmones son nuestros flotadores naturales. Se llenan de aire y listo, te mantenés arriba. Y para eso es clave el cuero relajado”, añade.

“Con adultos está la posibilidad de dar explicaciones, que deben ser cortas y precisas -señala Graciela, que alguna vez también enseña a padres y abuelos-. Se trata de ‘razonar’ cómo funcionan la respiración y los movimientos. Entender que se parece a aprender a manejar un auto”.

Explica que las herramientas prácticas se parecen con grandes y chicos: empezar tomados del borde; controlar la apnea y la inmersión; soltar el airea... Y añade una clave: “la gente con miedo suele cerrar los ojos. Es importante trabajar con los ojos abiertos, porque no ver aumenta la sensación de desequilibrio. Y juega en contra”.

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