“Ya quisiera yo que venga un profesor aquí. Un profesor de cocina. Un chef, como le dicen, a ver quién pica más rápido la cebolla y quién hace mejor las empanadas”.
Usted podrá pensar que Juana Chocobar, “la Juana”, como la conocen, se ufana de su experiencia cuando desafía hasta al más pintado. Pero no. Ella se emociona y larga unas lágrimas. Eso va a ocurrir varias veces durante la entrevista con LA GACETA, sólo para que su hijo Héctor Monasterio, principal ayudante, le pida: “mamá, por favor, controle las emociones, va a salir en la tele”.
Juana se emociona cuando cuenta que tiene 84 años, casi 85, y que no puede dejar de trabajar porque, sencillamente, se moriría. “Y si yo me muero, quién lo va a atender a él”, dice y señala a su marido, Ramón, que le mira atentamente sentado en la cabecera de la mesa.
Entre las 7 de la mañana y las 10 de la noche, Juana está casi en la misma posición: sentada en una silla baja, picando cebolla y carne en una tabla agrietada y que sigue forma curva del tiempo. Empanadas y humitas. Nada más, nada menos. Es todo lo que anuncia un cartel colgado en la tela metálica de su puerta, la misma en la que hacen colas decenas de veraneantes durante las temporadas. A la Juana la busca el que conoce.
“Acá vienen gentes de toda clase, doctores y jueces, gente que sabe de mis empanadas hace años”, dice la cocinera, dejando claro que no necesita ni publicidad ni un local en la villa para que los fines de semana se agote su producción.
El secreto de la Juana
Juana aprendió a cocinar a los ocho años, viéndola a su mamá. Desde entonces no ha dejado de cocinar. En su casa todo gira entorno a sus manos: salvo Joaquín, su hijo menor que además de ayudarla se dedica a la talabartería y a la forrajería, todos colaboran con la cocina. Juana dirige todo, sentada en su silla, de la que rara vez se levanta, con andador, para darle una vuelta a la casa.
“El secreto es la calidad de las cosas”, dice, pero es una verdad a medias. Tiene un corte específico de carne para las empanadas: “azotillo o ponchito le dicen ahora, que está en la parte de atrás de la nuca del animal”, describe. Lo hierve con sal y pimienta y lo corta a cuchillo.
Juana no usa aceite. Usa grasa que ella mismo derrite y cura para dorar las cebollas y los pimientos, para hacer la pasta de las empanadas. Y a la masa le agrega una pizca de azúcar. “Eso le da un toque especial”, dice. La masa, claro, lleva la misma grasa que ella se encarga de fabricar a partir de bolsas de varios kilos de recortes que trae de la carnicería.
“Yo ya me he cansado de rallar. Son muchos años, 60 años vendiendo comida. Hace algunos años que al choclo lo meto en la licuadora”, dice, ante los ojos impávidos de quien esté al frente suyo. Para los “humiteros” más tradicionalistas, licuar el choclo es casi un insulto. “No es cualquier licuadora. Es una industrial”, aclara Héctor, mientras pela y luego desgrana los choclos que consiguen en la zona.
Todos los condimentos que usa en su cocina vienen del cerro. El pimentón, el ají molido que agrega generosamente a la humita, todo es azotado por el sol calchaquí. Ese también es uno de sus secretos.
Hace unos años, el que quería humita de la Juana tenía que llevar su olla. Ahora la vende en bandejas de plástico y rara vez las hace en chala. “Han cambiado mucho las semillas de los choclos. Ahora hay algunos que no tienen casi chala y otros que tienen mucha. Si se puede, la hacemos, tiene otro gustito”, asegura.
A Juana ya no le hace falta probar lo que cocina. Con solo mirar la olla sabe cuándo está lista la pasta de sus empanadas, que parecen repulgarse solas, en el aire, cuando ellas las arma. “Estas empanadas han llegado a Alemania. Las llevaron congeladas en avión para comerlas allá y presumir de las empanadas tucumanas.
Que venga aquí cualquier profesor”, insiste en el desafío, y vuelve a tragar las lágrimas siempre prestas luego de 60 años de amor y dedicación por la cocina.