El más común de los inmortales.
El más descomunal de los mortales.
La imperfección más perfecta.
Piel de césped; ropa emblanquecida por líneas de cal; lengua afuera como estandarte; rulos al viento. La pelota, su juguete, en el imán de su pie izquierdo. O en el fondo de un arco.
El amo de los lujos. Y de los andrajos.
La alegría en lo que podía hacer con sus pies. La imposibilidad de quedar impávidos ante cada acto suyo.
El de los goles a corazón abierto. El de las gambetas infinitas. El del juego convertido en amor del más puro.
Un apellido convertido en huracán de sensaciones. Un credo. Un mandato. Una actitud frontal ante la vida.
Una parte nuestra dentro de un mundo redondo.
Caleidoscopio para mirar y mirarse.
“¿De dónde sos?” “De Argentina” “¡Ah, Maradona!”
Yo argentino. Vos argentino. Planeta argentino.
Ser humano. Carne. Huesos. Emociones. Pero con el toque imperceptible de una llama que se enciende en aquellos cuya estrella brillará a través de los tiempos.
No se fue. No tiene posibilidades. Destino ineludible de los inolvidables.
Enmaradoniados quedamos.
Quizás el eje de la Tierra se haya corrido un poquito cuando su cuerpo castigado tomó el último sorbo de aire.
Qué más da.
Que paren el mundo.
La magia terminó.