La vocación insaciable por prestar servicios a los que mandan ha colocado al juez servidor en una cornisa que podría desembocar en un acabóse general. La historia de Juan Francisco Pisa, el más fiel de los magistrados adictos al oficialismo, vuelve a corroborar que invariablemente terminan mal las experiencias de traición al mandato constitucional de independencia judicial. La pregunta es si Pisa se despeñará solo, o si arrastrará consigo a quienes benefició y lo tutelaron en sus 16 años de ejercicio en el ámbito que desprestigia y mancha al Poder Judicial entero. Hay quienes sospechan que este juez dispone de información susceptible de hacer volar la estructura institucional “trucumana”: negarle el acceso a la jubilación con el antiguo 82% móvil podría activar a ese “hombre-bomba”. Si esta conjetura es cierta, entonces el futuro del gobernador Juan Manzur estaría en las manos de Pisa y no al revés, como creen los que exigen al mandatario el rechazo de la dimisión condicionada para habilitar la opción de que haya un despido.
Paradójicamente, el juez que sobreseyó en 2017 al femicida de Paola Tacacho, Mauricio Parada Parejas, dispone de la capacidad hipotética para hacer lo que desee respecto del poder político que ha de tramitar las denuncias que reclaman su destitución: su legendaria lapicera Bic es más potente que nunca. Perdido por perdido, Pisa podría convertirse en el “primer arrepentido” y contar lo que sabe sobre el manejo de las causas de corrupción. Eriza la piel imaginar esta alternativa por lo que se intuye acerca de aquel sótano. Un relato de esa clase no sólo obligaría a revisar las declaraciones de inocencia otorgadas a funcionarios públicos en las últimas décadas -una especie de aplicación masiva del instituto de la cosa juzgada írrita-, sino que, mezclado con el caos social, sanitario y económico, conllevaría el fin de juego para los tres poderes del Estado y no sólo para la Justicia, como ciertos gobernantes imaginan.
El potencial de daño de este juez ladeado como la Torre de Pisa no se agota en el pasado. En su escritorio está la que -hasta aquí- sería la causa penal más relevante para el orden democrático y republicano restaurado en 1983. Es la denuncia por presuntas presiones que el juez Enrique Pedicone articuló contra el vocal Daniel Leiva. Hasta el 30 de octubre, día del femicidio de Tacacho, Pisa venía siguiendo casi al dedillo el guión de la defensa de Leiva, y, así, se había inclinado por el trámite cerrado e impotente para esclarecer los actos de corrupción atribuidos a imputados con fueros del Código Procesal jubilado el 31 de agosto; por denegar los roles de querellantes y por excluir como prueba los audios que grabó Pedicone. Según el creador de la reforma vigente en forma plena desde el 1 de septiembre, Alberto Binder, en el desenlace de este caso se juega el futuro de Tucumán y “nadie puede hacerse el tonto”. Luego de que el defensor de Leiva, Esteban Jerez, llamara al jurista “pequeño linchador ilustrado” y lo acusara de instigar un alzamiento popular contra las reglas constitucionales, la Iglesia salió a reforzar el mensaje binderiano. Es un pronunciamiento histórico no sólo por la defensa firme de la obligación de los Tribunales de controlar a los poderes políticos, sino también porque está firmado por los cuatro líderes del culto católico local con el cardenal Luis Villalba a la cabeza, quien es uno de los pastores más identificados con el papa Francisco.
La fecha de la presentación de la renuncia condicionada al otorgamiento de la jubilación de excepción sugiere que Pisa buscaba un blindaje para su actuación en el expediente de Leiva. Coherente con su estilo, el juez mantuvo en secreto su decisión de marcharse incluso cuando, tras el crimen de Tacacho, una protesta callejera reclamaba su expulsión de la Justicia. El martirio de la teacher volvió a revelar hasta qué punto los integrantes de los Tribunales están dispuestos a dar la espalda a la sociedad que les paga sueldazos con la expectativa de que actúen con imparcialidad. Otra vez, Pisa es sólo la punta del iceberg. Las 14 presentaciones judiciales -13 de ellas en la Justicia penal fementida- indicarían que hay más responsables de la impunidad de Parada Parejas. Es incierta, por ejemplo, la situación del juez Marcelo Mendilaharzu. Para despejar estas dudas, los auditores de la Corte deben acceder a los expedientes guardados en el Ministerio Público Fiscal. Eso obliga a los vocales a reeditar la guerra de guerrillas que casi funde al Poder Judicial en 2015, cuando el presidente fallecido Antonio Gandur solicitó las causas objetadas del ex fiscal Guillermo Herrera -otro beneficiario de la jubilación con el 82% móvil concedida para zafar de las solicitudes de destitución- y el jefe de los fiscales Edmundo Jiménez (con licencia) prometió “consecuencias” para los auditores que querían leer las actuaciones.
Pese a los trascendidos y a la gravedad de las circunstancias, la Corte no requirió aún las causas “Tacacho”. Tampoco consta que el ministro público subrogante, Alejandro Noguera, haya abierto su propia auditoría para deslindar las responsabilidades entre los fiscales que debían investigar las acusaciones de la víctima y protegerla. El Ministerio Público Fiscal, al igual que el de la Defensa, sólo publicita las resoluciones de funcionamiento y a veces ni eso: las decisiones atinentes a nombramientos, gastos y disciplina son materia del secretismo que tanto cultivó Pisa. Con sutileza, la presidenta, Claudia Sbdar, expuso aquella diferencia con los organismos de Jiménez y de Washington Navarro Dávila al recordar esta semana que la Corte difunde todas las acordadas -desde 2011-, aunque los resultados de las auditorías siguen sin ser publicados. No es un detalle: los comentarios adjudican a Pisa un historial muy negativo de fiscalizaciones internas. Las alarmas no saltaron antes de la tragedia de Tacacho porque, como admitió el vocal decano Antonio Daniel Estofán, había padrinos en el alto tribunal. En estas condiciones, ¿quién se animará a ser el verdugo de Pisa? Sin dudas el espectáculo mayúsculo ocurrirá en la comisión de Juicio Político de la Legislatura. Hacia allí hay que mirar. Todas las señales refieren que su mayoría oficialista prefiere archivar sus ansias de decapitar a Pedicone con tal de conservar hasta el final la lealtad del “Oyarbide tucumano”.