¿Cuánto duran las buenas noticias?

¿Cuánto duran las buenas noticias?

Casi como el olor a café, un dicho que siempre estuvo impregnado en las redacciones de los medios es el que sentencia que “las buenas noticias no son noticia”. Las tragedias, los fracasos económicos y los oscuros entramados del poder suelen darnos los títulos con los que arrancamos el día y nos acostamos a la noche.

Pero los meses de cuarentena, las infinitas estadìsticas de muertes y la incertidumbre más grande que conocimos en los últimos años han llegado a agotarnos de la misma manera que el encierro. Quizás por eso, la ponderación sobre las “buenas noticias” admite un desplazamiento.

En las redes sociales los contenidos más compartidos por estos días denotan el deseo, la expectativa y la ilusión, que si bien no son más que el resultado de un pulgar apretado sobre un botón, no deja de revelar la empatía con el otro: jóvenes destacados por sus estudios, octogenarias que vencieron el coronavirus o adultos de mediana edad que apostaron a vivir una nueva oportunidad, dejándolo todo.

El futuro aparece otra vez como posibilidad cuando soñamos con una vacuna que nos inmunice al menos por un tiempo, con unas fiestas de fin de año con protocolos pero juntos o con un viaje de corto alcance, pero que nos llene de verde los ojos.

Sin embargo, el manto de ilusión se resquebraja cuando la pandemia se corre al costado y los hechos de siempre nos atan al presente. Los crímenes de dos niñas y una mujer en menos de dos semanas nos recuerdan que vivimos en un tiempo violento. Un tiempo que no ha cambiado y cuyos protagonistas juegan al simulacro de la Justicia, del Estado y la ciudadanía.

De esos hechos solo nos queda el relato y como tal, sufre el paso del tiempo que se encarga de desintegrarlo hasta el olvido.

Cambian los actores, cambian los guiones y hasta cambian los escenarios. Pero el público sigue allí, viendo los artilugios de una obra venida a menos y que ya no oculta sus pormenores en bambalinas. El espectáculo, develado, ya no es tal. Y aquí entra quizás en crisis una de las ideas más importantes de la obra de Guy Debord, que sostiene que “toda la vida en las sociedades donde rigen las condiciones modernas de producción se manifiesta como una inmensa acumulación de espectáculos”. Esa representación que obsesionó al autor francés requiere un montaje, un esfuerzo por legitimarse y un contrato con su público para sostenerse en el tiempo.

La representatividad de nuestros funcionarios ya no puede leerse en esos términos. Sabemos que habrá otra tragedia, sabemos que harán y dirán lo mismo con esa nueva muerte. Somos conscientes de esa simulación y lejos de vivirla como un espectáculo ajeno, nos angustia, nos da miedo y nos decepciona.

Por eso, tal vez, la ilusión de una buena noticia es cada vez más breve. Porque si bien la pandemia nos confirmó que “todo lo sólido se disuelve en el aire”, ya sabíamos de antes que vivimos atrapados entre un futuro mágico y un presente que nos cobra la entrada cada vez más cara.Ut nunc quam, sagittis sed imperdiet ac, venenatis quis diam. Suspendisse sit amet mauris ac risus

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