Aún se oyen el eco y las repercusiones de la incitación a modificar las reglas de juego de la Justicia que el jurista Alberto Binder, promotor de la reforma procesal penal en Tucumán, planteó en la entrevista incluida en la edición del 1 de noviembre. Binder sentó una posición sin rodeos sobre lo que para él significa que, el mismo día de la entrada en vigor de la remodelación, un juez, Enrique Pedicone, haya denunciado que habría recibido presiones de parte de un vocal de la Corte Suprema, Daniel Leiva, para manipular una causa penal que involucra al legislador Ricardo Bussi. Según este procesalista prestigioso, el futuro del Poder Judicial se juega en el tratamiento de esa causa y no hay lugar para posiciones intermedias: o se está con la cultura vieja oscura, laberíntica y fracasada, que generalizó la impunidad de un modo tangible, o se está con el esfuerzo de cambiarla.
En términos muy simples, Binder opinó que “la alfombra se había destapado; que la basura estaba a la vista y que había que limpiarla”, y convocó a hacerlo a los abogados tucumanos que en los distintos planos del ejercicio profesional (el litigio, la academia y el sistema judicial) construyeron una administración de justicia inadmisible, que en última instancia amenaza el proyecto de convivencia democrática, como demuestran los homicidios de la niña Abigail Riquel y de la maestra Paola Tacacho, por mencionar dos hechos de violencia que en los últimos días conmocionaron a la sociedad. Binder fue explícito al preguntarse, por ejemplo, qué tipo de control de la ética practicaban los colegios de abogados y cómo iban a hacer los profesores para dar sus clases sobre imparcialidad si no se implicaban en el debate que desató Pedicone al exponer un posible atentado contra la independencia judicial.
Estas preguntas comportan un golpe porque la realidad tucumana luce distanciada de los mandatos constitucionales y de la prédica sobre la división de poderes que casi con una frecuencia cotidiana hacen las autoridades. En las antípodas de esas apreciaciones de los gobernantes, Binder advierte que la degradación es evidente y que en estas condiciones no hay posibilidad de una abogacía digna que materialice la tutela judicial efectiva, e impida los desbordes y los actos de venganza popular. Es llamativo cómo estas deficiencias institucionales gravísimas van acompañadas de una desaparición de la conciencia ética por parte de los funcionarios que deben dar el ejemplo de lo que exigen a la ciudadanía. Es muy difícil que un magistrado que comete delitos luego pretenda juzgar y condenar a los delincuentes.
Sin ética no puede haber justicia. Aunque ello sea irrebatible, se observa que la ética no está en el centro de los planes de estudio de las carreras de abogacía que se imparten en la provincia; ni existen cursos de formación para los letrados ni estos deben aprobar cursos relativos al tema para obtener su matrícula; ni los tribunales de ética de los colegios de abogados publicitan adecuadamente su labor; ni hay códigos que establezcan las conductas permitidas y las prohibidas para la magistratura, y sanciones para los transgresores. La ausencia de una ley de ética pública corona estos vacíos, que exponen la magnitud del desafío que desarrolló Binder y que, como él mismo recordó, ya había asomado en la difusión del brote de nepotismo registrado en la cúpula judicial en julio de este año. ¿Será esta crisis un punto de inflexión para volver a fortalecer los controles de la ética? Es una pregunta que deben contestar en especial los fiscales, jueces, funcionarios del poder político, dirigentes profesionales y académicos que hasta el momento asisten a la debacle en silencio, como si fuesen ajenos a la decadencia institucional.