Cinco años atrás, Tucumán era noticia nacional: el actual gobernador llegaba al poder en un contexto de escandalosas denuncias por irregularidades en los comicios, desconfianza, polarización y una legitimidad frágil sostenida por el clientelismo. En aquel momento, algunos tuvimos esperanzas en la decisión de la Justicia, pero con los días el líder se incorporaría en el pensamiento colectivo como parte del concepto de “normalidad”, propio del costumbrismo derivado de la indignación individual, dispersa y poco activa que nos caracteriza.
Juan Luis Manzur revela fielmente el arquetipo del feudal argentino que maneja las masas a cambio de beneficios, se aprovecha de la impunidad que resulta de la apatía de su gente y se regocija de los mecanismos informales que abundan a sus alrededores. Un hombre que durante y antes de su Gobierno se caracterizó por una gran habilidad a la hora de utilizar estrategias moldeables en sus relaciones con los diversos frentes. Trabajó de la mano con Cristina Fernández, apoyó medidas de Mauricio Macri, apeló al diálogo en sus discursos y dividió al peronismo de su amigo José Alperovich a tal punto de ganar las elecciones por segunda vez en una contienda que, como el profesor y reconocido periodista de LA GACETA Álvaro Aurane sostuvo, se asemejó más a una interna que a una general.
El país entero ha cambiado en estos cinco años y, en particular, en Tucumán la pobreza se ha vuelto extrema y transgeneracional, la corrupción es crónica, la Justicia es a imagen y semejanza del Poder Ejecutivo, la inestabilidad es diaria y la inseguridad está tan desatada frente a la renuencia policial que a las sentencias las dictan las masas. Una mezcla de variables resultantes de los diferentes gobiernos (o desgobiernos) que el actual mandatario deberá administrar para mantener en equilibrio sin que el caos se apodere completamente de la provincia.