No es Fuenteovejuna, pero se le parece. El ejecutado no es el comendador injusto sino el prófugo por la violación y el asesinato de Abigail, una niña de 9 años. No obstante, la furia popular es similar. Hay enojo con los que rigen los destinos de la sociedad porque han fallado en dar respuestas a lo elemental. Esa indignación muestra la sucesión de episodios salvajes vistos desde la tragedia del domingo, con incendio de viviendas y con pedradas a comisarías, y ayer, a lo largo de la tarde, tras la captura de “Culón” en el barrio 240 Viviendas. El prófugo ya había sido dejado de la mano de Dios hasta por su propia familia.
Los vecinos lo habían anticipado desde el primer momento, cuando salieron como grupo paralelo a buscar hasta bajo las piedras, tras la furia que había generado la laxitud policial del domingo. A la familia le dijeron que había que esperar 24 horas. Los vecinos creen que si se hubieran activado los protocolos que las autoridades policiales dicen haber cumplido, tal vez se hubiera evitado la tragedia.
Tucumán, con casi 130 homicidios en lo que va del año, viene en picada, con su estructura social hecha añicos. A lo largo de los 14 años que han pasado desde el crimen de Paulina Lebbos la violencia ha crecido, así como la impunidad. Y también el descreimiento social. Lo señalaron hace cuatro años los fiscales Diego López Ávila y Adriana Giannoni, cuando advirtieron que había demasiados casos de golpizas a delincuentes atrapados por vecinos.
Ya no se trata de una paliza ni de una vejación como la que sufrió un sospechoso de robo en Alderetes hace tres meses. Ahora hay una muerte y ya no importa si “Culón” era culpable o inocente. Es un retroceso de los diques de contención de la comunidad. Hay un correlato entre la sociedad violenta y la justicia por mano propia y que interpela a la Policía, pero también a los funcionarios políticos, a los legisladores y a la Justicia. La contención de los hombres ha fallado. Hemos vuelto a tiempos previos al contrato social. En la nota del 1 de abril sobre la epidemia de 1887, Sebastián Rosso rescata una crónica del siglo XIX donde se relata que los vecinos, aterrorizados por la pandemia, mataron a dos enfermos de cólera. Y lo justificaron al grito de “¡Maten que Dios perdona!”.