Por alguna razón psicológica, cultural y hasta fisiológica, cada vez que cumplimos una nueva década parece ser momento de balances. Los años redondos nos arrojan una dimensión más densa del paso del tiempo y a la vez nos exigen, sin ciencia cierta, una revisión de los años ganados, perdidos y por sobre todo, de lo que nos falta para el final.
¿Pero qué pasa cuando un objeto llega a ese momento? ¿Hacemos el balance de los 10 años de un martillo? Seguramente no. Sin embargo, esta semana en las redes sociales se “festejó” la primera década de Instagram. El 6 de octubre de 2010, se recuerda como el momento en el que la aplicación fue publicada en la tienda oficial de Apple, y desde entonces, se considera como la fecha de su “nacimiento”.
¿Qué balance entonces podríamos hacer sobre Instagram? En realidad podemos optar por dos caminos: evaluar qué pasó con la aplicación y su evolución tecnológica, o bien, dejar de considerarla como una aplicación y más bien analizarla como un entorno.
Así define la investigadora Eugenia Mitchelstein a las redes sociales para enfatizar que en realidad no son objetos, es decir, nosotros no los usamos, sino que vivimos en ellos. Como tal, un entorno nos transforma, nos atraviesa, nos interpela. Y nosotros, como seres humanos, vivimos en ellas de forma tan disímil como a veces incomprensible.
El entorno Instagram fue mutando en estos 10 años. Pasó de ser un nicho para los amantes de la imagen a una explosión de sentidos audiovisuales y una vidriera de productos, servicios y cuerpos. “En cierto sentido, la presentación del yo en Instagram tiene un estilo altamente estetizado y cuidadosamente construido”, sostiene Mitchelstein.
Escapar a una visión instrumental de esta red social nos abre también otras dos posibilidades. La primera es pensarla como espacio político. Si bien la presentación del yo está exacerbada en sus imágenes, la definición de los cuerpos, su construcción, el recorte en sus vidas privadas y todo el montaje que conlleva cada una de las publicaciones es una manifestación del sujeto en tiempo y espacio. Es una forma de decir presente, una vía también de modelar estilos de vida, estéticas, y una forma también de cancelar.
En el documental “El dilema de las redes sociales”, estrenado hace pocas semanas en Netflix, su director Jeff Orlowski enfatiza que su trabajo “explora el peligroso impacto de las redes sociales en los humanos, con expertos en tecnología alertando sobre los riesgos de su propia creación”. La película, más allá de las advertencias psicológicas y sociales de estas nuevas tecnologías, advierte que los algoritmos contribuyen a la polarización. Como una especie de pandemia digital, la “grieta” es global y las redes al parecer son un importante anabólico.
Por ese y otros motivos, Instagram también es una proyección: nadie sabe cuándo y cómo será su fin. Acaba de cumplir 10 años, pero por ahora es infinita y su scroll sin límites es la metáfora más perfecta de la insaciable sensación de que el show no termina nunca. Mientras tanto, nuestro tiempo sigue rodando hasta la próxima década, con suerte.