“Repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano”. Una indicación del Señor que tiene la hondura de las cosas sencillas y el aroma de la caridad. Lo que separa en la Iglesia al hermano del extraño o del enemigo radica justamente en este: “repréndelo a solas”. Mientras los que no aman a la Iglesia airean las debilidades y errores de los que pertenecemos a Ella hablando o escribiendo lo que no deben, como no deben y donde no deben, Jesús pide que, a solas, como a un hermano o a un amigo a quien se quiere bien pero anda equivocado, se le alerte delicadamente del mal que puede ocasionarse y ocasionar a la Iglesia.
“A solas”. Es toda una invitación a la delicadeza, al tacto más exquisito, a la amistad verdadera, y que trae a la memoria, además, todo un arsenal de virtudes: la caridad que es la que mueve a la corrección soltando o frenando la lengua según los casos; la prudencia que busca el momento y la palabra oportuna, la que no hiere; la humildad que elige el tono justo propio de quien no ignora que también nosotros debemos ser corregidos; la fortaleza y la veracidad que delatan al hombre recio y entero, al cristiano auténtico. A solas. Los padres deben evitar pelear delante de los hijos. Y otro tanto deben hacer los superiores, los educadores... Todos. A solas, en un diálogo sincero y respetuoso.
La Sagrada Escritura nos enseña que antaño Dios se servía de los profetas, gente llena de fortaleza y de caridad, para advertir a los hombres, incluso a reyes y príncipes, cuando equivocaban el camino. “¿Quién más inteligente que David?, escribe S. Juan Crisóstomo; y sin embargo, no se dio cuenta de que había pecado gravemente... Necesitó la luz del profeta y que sus palabras le hicieran caer en la cuenta de su falta. El Señor quiere que haya quienes vayan al pecador y le hablen de lo que ha hecho” (In Mt. hom. 60).
El amor sincero a quienes pertenecen a la Iglesia debe superar con fortaleza cristiana un falso temor a contristar o a que la corrección no sea bien recibida; que se produzca un distanciamiento, se pierda una amistad o el crearse enemigos; la conciencia de que también nosotros incurrimos con frecuencia en la misma falta o no poseemos la ciencia y la experiencia de quien debe ser advertido. Justamente porque está movida por el amor y hecha con la delicadeza del que se sabe también pecador, todos, pero especialmente los padres, los maestros y educadores, quienes tienen una responsabilidad sobre los demás, deben procurar mirar más el bien de la Iglesia y de los demás que el temor a contristar.
“Si te hace caso...”. Debemos aceptar con agradecimiento la corrección fraterna que, sin duda, es siempre más costosa para quien la hace que para quien la recibe. “Hijo mío, no desprecies la corrección del Señor, ni te desanimes cuando Él te reprenda; porque el Señor corrige al que ama... ¿Qué hijo hay a quien su padre no corrija?... Toda corrección no parece de momento agradable sino penosa, pero luego produce fruto apacible de justicia en los que en ella se ejercitan” (Heb 12, 4-12).
La gran lección de la Liturgia de hoy es que la conversión continua, debida a la ayuda a quien equivoca el camino, es posible cuando existe un amor sincero, humilde y fuerte para aceptar la corrección o para practicarla. Quien corrige o es corregido, si es sencillo y fuerte, se sabe querido, ayudado y no criticado, y “donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”, nos dice hoy el Señor.
Fuente: Sanchez Alba.
Comentarios bíblicos.