La tierra. Seca, degradada, extenuada.
El fuego. Desatado, implacable, nocivo.
El aire. Pestilente, contaminado, peligroso.
El agua. Turbia, manipulada, maltratada.
Los elementos se han convertido, para nosotros, en jinetes del apocalipsis. ¿Exageración?
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LA GACETA propuso a los lectores que voten: ¿quién es el máximo responsable por la quema de cañaverales? El Gobierno que (des)controla aventajó a los productores y a los industriales en la cantidad de clics, pero la mayoría se inclinó por la opción “todos son culpables”, lo que es tan verdadero como tramposo. En esa gigantesca asociación ilícita bautizada “todos” las responsabilidades quedan licuadas. “Todos” y “nadie” termina siendo lo mismo, mientras los protagonistas se tiran la pelota y la platea mira el partido arruinándose los pulmones cada vez que aspira. Jamás estuvo tan cerca el “aspirar” del “expirar”, cortesía de la quema, del humo que genera y del hollín que compite con el coronavirus en la carrera por infestarnos el sistema respiratorio.
El fuego no es una metáfora bíblica, sino una ola que ya se llevó puestas 120.000 hectáreas en 11 provincias. El 95% de los incendios son intencionales, pero poquísimos depredadores van presos. Hubo algunas detenciones en Córdoba y en Entre Ríos, insignificantes en comparación con el irreparable daño causado.
Insólita -o no tanto tratándose de Tucumán- es la justificación basada en la “cuestión cultural”, opuesta a la ley provincial (la 6.253) que prohibe y penaliza la quema de caña. Con ese criterio puede defenderse al derecho de pernada como una “cuestión cultural”, ¿no?. Pues bien entonces: como quemar caña, así como se quema la basura, es una práctica propia del patrimonio inmaterial, tan tucumana como el relleno de la empanada, podría explotarse como un atractivo turístico. Siempre con la consiguiente advertencia: este espectáculo autóctono puede resultar dañino para la salud.
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La sensación es que vivimos en un enorme, inabarcable y ponzoñoso canal a cielo abierto. De este a oeste, de norte a sur.
Por obra y gracia de LA GACETA las autoridades dejaron de mirar para otro lado y se aplicaron a la limpieza de los canales, un parche que se desprenderá en cuestión de días, cuando la atención se focalice en otra llaga de la epidermis provincial y la basura vuelva a su cauce.
Somos sucios y todo indica que nos gusta. Que no nos importa. Que disfrutemos el multicolor espectáculo de los basurales y por eso nos aplicamos en hacerlos crecer. Que las alimañas son animalitos de Dios y merecen un hábitat propio de esa condición, por más que florezca en el corazón de las ciudades. Los canales, los accesos a la capital, cualquier descampado, invitan a ejercer un derecho que la tucumanidad se autoadjudicó -tirar basura- porque nadie se toma estas cosas muy en serio. Termina siendo una “cuestión cultural”, ¿no?
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Hace unos días se registraron en todo el país manifestaciones contra la instalación de megagranjas de cerdos, iniciativa china que promete una inversión de 27.000 millones de dólares. ¿Por qué los chinos necesitan que los chanchos con los que se alimentan sus 1.400 millones de habitantes vivan en la lejana Argentina? Respuesta: porque para su funcionamiento esos feedlots demandan cantidades ingentes de recursos naturales, desde agua hasta soja y maíz para alimentar el ganado. Planean radicar algunas de esas megagranjas en Santiago del Estero, Catamarca y La Rioja, zonas en las que el agua es un bien escasísimo.
Los platillos de esa balanza están colmados y en el contrapeso de lo positivo y de lo negativo, de los beneficios y de los riesgos, ¿no debería mediar un debate público? El problema es que la discusión de las cuestiones medioambientales -y ni hablemos del extractivismo- toca los intereses más poderosos y por eso suele correr por vías alternativas. Desde que el menemismo les abrió la puerta a los transgénicos y al glifosato la matriz productiva cambió para siempre en la ruralidad, pero no son cuestiones que se conversen en la mesa de los domingos.
Atención: la depredación de los recursos, que es el certificado de defunción para el medio ambiente, sí forma parte de la agenda de los jóvenes. Es un dato alentador que va más allá de la llamativa figura de Greta Thunberg. A las nuevas generaciones les interesa el mundo en el que viven mucho más que a sus padres y a sus abuelos. Habrá que ver qué grado de compromiso son capaces de asumir cuando haya que poner el cuerpo.
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Claro que para esto es imprescindible enfocar las cosas con madurez. Para empezar, olvidándose de estupideces tales como “salvemos el planeta”. El planeta no necesita que nadie lo salve, porque sabe cuidarse solo y seguirá haciéndolo más allá de nuestro futuro como especie (a la luz de la historia nadie apostaría un peso por la raza humana, en fin). Si la Tierra fue capaz de sobreponerse a cataclismos como -por ejemplo- la caída de un meteorito en la península de Yucatán que barrió con la mayor parte de la vida, ¿va a preocuparse por “nosotros”? ¿Podemos ser tan egocéntricos y ridículos como para pensar que podemos “salvar” un ecosistema que piensa en función de millones de años?
Lo más probable es que la Tierra ni siquiera se haya percatado de nuestra existencia. Cuando lo haga, como apuntaba el inigualable George Carlin, nos va a descartar como un perro se sacude una pulga del lomo. Y se tomará su tiempo -millones de años- para reconfigurarse como le dé la gana.
Lo que estamos haciendo, hoy, es dispararnos en los pies. Condenándonos, y de paso a los que nos seguirán, a padecer una deplorable calidad de vida.
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No es cierto, en todos los casos, que la responsabilidad sea colectiva.
Hay herramientas, empezando por las leyes, que no se aplican y eso es culpa de las autoridades. De quienes integran los tres Poderes del Estado y de los municipios. El que quema caña es un delincuente, como lo indica la Ley 6.253, y si queda impune es por anomia, por ineptitud o por complicidad de la autoridad de aplicación de la norma. Punto.
La dinámica es perversa. Todos hacen lo que quieren: generan hollín, entierran desechos industriales (provocando ese olor asqueroso que invade la capital) o los arrojan en los ríos, tiran basura en cualquier parte (empezando por los canales) y así. La “cuestión cultural” y la falta de educación también conforman una excusa infaltable, que en gran medida es mentira. Todos son por demás conscientes de lo que están haciendo y saben que está mal, pero total ¿a quién le importa?
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Tierra, fuego, aire y agua son los cuatro elementos. Hambre, guerra, polución y muerte son los jinetes del apocalipsis. Es difícil precisar donde empiezan algunos y terminan los otros en Tucumán, firme aspirante al título de la provincia más sucia de la Argentina.
Ninguna exageración, claro que no. Peor calidad de vida es difícil imaginar.
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Conclusión: ¿qué tal un plan a 5 o 10 años, con reglas clarísimas, responsabilidades repartidas y sin margen para que el Estado haga la plancha o, peor, sea coautor de los delitos ambientales? ¿Estarán dispuestos los productores, los industriales y el anónimo vecino que apesta los canales a hacer de Tucumán un lugar un poquito mejor?