El acuerdo con los bonistas, y el consecuente optimismo respecto de las tratativas que siguen con el FMI, representan un cruce de caminos para Alberto Fernández. Se ha abierto para el Presidente la posibilidad material de explorar el camino de la construcción de su propio proyecto político. De su propia estructura. De su identidad. El éxito en las renegociaciones de la deuda significan que el primer mandatario dispondrá de algo de lo que hasta ahora carece: recursos y previsibilidad. Para algo más que atender urgencias y pagar salarios y subsidios.
Ese “algo más” es la búsqueda de consensos. Que es una manera de entender la política, pero que sobre todo es un imperativo de la coyuntura del país... y de la del propio jefe de Estado.
En cuanto al primer plano, el Gobierno va a necesitar consensos en la sociedad cuando el sopor de la cuarentena cese (la Argentina producirá una de las vacunas) y se advierta el empobrecimiento del país. Por ello mismo, va a necesitar consensos en el Congreso (donde no tiene mayorías) para adoptar medidas económicas reparativas (con resistencia opositora), a la vez que medidas financieras recomendadas por el FMI (con resistencia kirchnerista).
En cuanto al segundo plano, el Presidente necesita buscar consensos no sólo porque lo impone su agenda, sino porque lo requiere su circunstancia de hombre que llegó al gobierno sin haber construido poder. Una condición resumida en el hecho de que su nominación fue presentada, inéditamente, por la candidata a vicepresidenta: Cristina Kirchner. Carente de poder de origen (como el que ella sí ostenta), Alberto necesita adquirir poder en ejercicio.
Al ejemplo lo dio un tal Néstor Kirchner. En las presidenciales de 2003 quedó segundo detrás de Carlos Menem, quien al “bajarse” del balotaje dejó al patagónico con el 23% de los votos de la primera vuelta. Apenas llegó a la Casa Rosada, él proclamó el consenso como política de gobierno. Lo llamó “transversalidad”. Su jefe de Gabinete era un tal Alberto Fernández.
Sin recursos, y sin proyecto político propio, Fernández se ha visto imposibilitado de construir consensos con el gran grupo accionista del peronismo: el de los gobernadores. Los mandatarios provinciales tienen enorme ascendencia sobre diputados y senadores (y sobre padrones), pero son demandantes insaciables de asistencia federal. Y, sobre todo, no van a encolumnarse detrás de Alberto si no tienen en claro que él “quiere ser”. Puesto en términos peronistas, si el jefe de Estado no disputa la presidencia del PJ nacional (para lo cual necesitará recursos y consensos), es difícil que los líderes provinciales vayan a verlo como un líder.
La excepción (que no debe tapar el “bosque” de las otras jurisdicciones) es Tucumán: Juan Manzur es el pregonero del “albertismo”. Claro está, el tucumano no goza del cariño “K” desde que le diagnosticó un “ya fue” a la ex Presidenta, por lo que en el “albertismo” radica su propia supervivencia. Pero, a la vez, ha comenzado a recibir recursos nacionales, directos y en obras, que están marcando “diferencias”. Y por estos días habla con los miembros del Gabinete federal más que con sus propios ministros. En la reticencia manzurista de sumarse al Gobierno nacional, a esta hora, no hay que leer un “no” a la Casa Rosada sino, más bien, preguntarse cuáles son los planes que el tucumano tiene aquí y que lo hacen quedarse en Tucumán…
Como no ha tenido los recursos que desde la semana pasada se avizoran como una posibilidad real, Fernández no ha podido erigirse en accionista del peronismo y se ha mostrado como un “gerente” condicionado por el grupo más cohesionado del oficialismo: el kirchnerismo. Y en los “K” el Presidente encuentra una contradicción liminar: han sido indispensables para que pueda llegar al gobierno, pero no pueden darle el consenso que necesita para gobernar. Porque el kirchnerismo entiende a la política como conflicto. Su idea de la democracia (y la de intelectuales como Ernesto Laclau) es que en la práctica el consenso no puede atender todos los contrapuntos, así que terminan imponiéndose unos intereses por sobre otros, pero de manera encubierta. De modo que la verdadera democracia (reivindican) estriba en el disenso.
Esa convicción le ha traído problemas al Presidente, por ejemplo, con papelones peligrosos como la intervención de la agroexportadora Vicentin, dispuesta por un decreto de dudosa constitucionalidad, fundamentado en una inexplicable “soberanía alimentaria”, frenado por la Justicia y luego derogado por otro decreto. Es que al frente del Gobierno hay una oposición que perdió los comicios, pero no se desbandó sino que logró el 41% de los sufragios.
El otro inconveniente de la convicción “K” contra el consenso radica en que su disenso se da, inclusive, contra el propio Alberto. Se lo ve en la reforma judicial. Del proyecto de Gustavo Beliz, planteado en el Gobierno de Néstor y ahora recuperado, el kirchnerismo ha dejado apenas un perfume. Lo otro, ya se sabe, es multiplicar despachos, poblarlos de subrogantes y que una comisión integrada por el abogado de Cristina diseñe cómo debe funcionar la Corte donde él ya interpuso recursos por los multiprocesamientos de la actual vicepresidenta.
Claro está, también cabe la posibilidad de que el Presidente no esté condicionado por los “K” sino que obre por convicción, como un kirchnerista más. Cualquiera de las opciones incidirá de lleno en el escenario electoral de 2021. Tucumán, obviamente, es parte de esa escenografía.
Si Fernández (pregonó en campaña que era “amigo” de Cristina pero “distinto” que ella en su concepción del Gobierno), resulta ser un kirchnerista convencido, el escenario que viene es el de la polaridad más extrema. El de la grieta más abismal. O sea, “K vs. anti-K”.
En el caso tucumano, la opción no es inédita, pero hay novedades. Básicamente, el PRO es aquí “sede vacante”. No hay legisladores, intendentes, diputados ni senadores tucumanos de ese signo. Y con independencia de radicales que se reividican macristas y del “Club PRO de los MC” (mandato cumplido), viene gestándose desde el año pasado un grupo de variada extracción que puede reclamar no ese partido, pero sí su representación. Uno de sus exponentes es el titular de la Sociedad Rural Tucumán, Sebastián Murga, y concurren allí desde radicales como el ex legislador Eudoro Aráoz hasta profesionales de la salud como el neurocirujano Pablo Garretón, pasando por el flamante director de YMAD, José Roberto Toledo.
La franquicia política del PRO, y la propia figura de Mauricio Macri, se revitalizarán en un escenario de polaridad. Por supuesto, también la de Cristina Kirchner. Lo dudoso es si ese esquema es “negocio” para Alberto. Siendo jefa de la franquicia “K”, Cristina diseñará las listas de cada distrito. Luego, escasa importancia tendrá la buena o mala sintonía que mantengan Manzur y Osvaldo Jaldo para entonces: poca intervención les darán en las nóminas.
Hay, por supuesto, un hecho nada menor para las intenciones de los sectores que quieran volver a vestir de “amarillo” el año que viene: en una realidad de creciente pobreza y desempleo por la cuarentena económica, deberán costear una campaña en la cual la provincia es distrito único sin estructuras estatales que sirvan como palenque donde rascarse.
Hay, claro, una excepción: la Municipalidad de la capital y su ejido de 700.000 habitantes. Por eso Germán Alfaro tiene centralidad opositora. “Armar” con él o sin él es mucha diferencia. Y mientras Beatriz Ávila aleja el péndulo de su unibloque en Diputados del oficialismo nacional, su esposo presenta una receta corta para “cocinar” el año que viene: “yo pongo el senador y no vamos con el bussismo”. Léase: “hola, radicales”.
Si el Presidente de la Nación, en cambio, aprovechará la oportunidad material de los recursos que le dará la renegociación de la deuda para construir el “albertismo” del consenso, la polarización menguará y quedará reinaugurada “la ancha avenida del medio”.
En Tucumán, aunque Cristina necesariamente reclamará un lugar en la lista de senadores, Alberto ubicará el primer término, es decir, Manzur propondrá ese nombre. Y a Jaldo, de mínima, deberán “respetarle” la banca de Diputados que ocupa la “jaldista” Gladys Medina.
En la oposición, ese escenario eventualmente profundizaría una tendencia que ya hoy es indisimulable: hay muchas chances de que el radicalismo vaya dividido. La senadora Silvia Elías de Pérez y el diputado José Cano completan sus mandatos (al igual que Beatriz Ávila), con legítimas intenciones de revalidarlos. Pero los intendentes Mariano Campero y Roberto Sánchez quieren ser protagonistas en los comicios del año próximo, convencidos (ciertamente, de manera acertada) de que “sin 2021 no hay 2023”. Pero no hay bancas para todos...
A ello hay que agregar que ambos jefes municipales han mantenido diálogos de fondo con el legislador Ricardo Bussi, en el convencimiento de que la escisión entre UCR y FR es el mejor negocio del peronismo tucumano en democracia. Si cristaliza un entendimiento, ahí habrá un primer quiebre en la UCR: muchos radicales validarán el acuerdo, pero muchos no lo acompañarán. Por caso, todos los que en 1987 prefirieron que José Domato terminara siendo gobernador antes que ungir a Rubén Chebaia (su padre es un desaparecido de la última dictadura militar) con los votos de los delegados del bussismo en el Colegio Electoral.
Reaparece en ese punto la receta alfarista: el acuerdo es sin bussistas y la primera diputación puede ser para los radicales. Ahí ya hace rato estrecharon lazos dos jóvenes afiliados del centenario partido: el intendente de Bella Vista, Sebastián Salazar, y el legislador Raúl Albarracín. Varios de sus “correligionarios” también empezaron a emitir “señales luminosas” hacia la intendencia desde que comenzó este mes. Incluyendo asados que reúnen a antiguos colegas de bancada en el Concejo Deliberante de la Capital, hoy en cargos legislativos.
Y está también el ex legislador Ariel García, quien acaba de estrenar cargo como delegado regional del Ente Nacional Regulador del Gas (Enargas), cargo al que llega de la mano de un viejo amigo suyo de la Juventud Radical y luego del Comité Nacional: el gobernador de Santiago del Estero, Gerardo Zamora. Por caso, los radicales que buscan una “tercera posición” con la “democracia social” ya tienen un adelantado: Ricardo Alfonsín, embajador en España.
Si en nombre de la salud pública (ese gran paraguas justificador) las valiosas pero impopulares Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias (PASO) son abolidas, la “cancha” se abrirá de par en par porque no habrá filtro en agosto para presentarse en las generales de octubre.
Alberto tiene una encrucijada frente a él. El camino que empiece a andar comienza ahora a perfilar destinos. Y a descartarlos.