Hace pocas semanas, se publicó una curiosa noticia sobre la digitalización del Casillero de Notificaciones de Tribunales (LG, 22-07-2020). La colorida información daba cuenta del final de 72 años de existencia de la oficina judicial donde se notificaba y se tomaba conocimiento de resoluciones. En esos días el servicio pasaba a ser de consulta digital, con lo que se sumaba a los que en los últimos años pasaron a brindarse de forma remota. Lo que significa más trámites a través de pantallas y menos papeleo, más archivos virtuales y menos documentos físicos. Un proceso de desaparición ante nuestros ojos.
En la década del 90, cuando se generalizaban las herramientas digitales y despuntaban los servicios de internet, todas las perspectivas apuntaban a un mundo feliz. Desde la aparición de los “compact disc” en el consumo de música, las cámaras fotográficas y los escáneres en la imagen y las plataformas de diseño y editores de texto en la escritura, el mundo digital prometía calidad y duración. Casi todo podía manipularse y ser mejorado, casi toda la información podía almacenarse en aparatitos cómodos y versátiles. Se reducían los insumos (por sobre todo el papel) y los precios de equipos, que comenzaron siendo altos, auguraban series de bajo costo. Así, los procesos digitales se metieron en casi todos los quehaceres laborales, invadiendo incluso la vida íntima de las personas. Una ilusión de democratización y perdurabilidad envolvió lo digital y todo se fue rodeando de un aura de promesa que ocultaba una realidad nada deseable. El acceso universal chocó pronto con la realidad de sectores sin posibilidades económicas y con un segmento etario que no tuvo ni tiene la capacidad intelectual para manipularla. La segunda, la perennidad, falló al generar herramientas y sistemas de acceso que no eran universales y se modificaban permanentemente. En muy poco tiempo los equipos se volvían obsoletos, mientras la información almacenada podía perderse ante la menor falla técnica. Se hizo necesario salvar permanentemente diferencias tecnológicas entre soportes y formatos que dejaron de usarse. Los contenidos guardados en cintas magnéticas, VHS, diskettes, CDs, DVDs (sólo por nombrar algunos soportes analógicos y digitales de esas etapas intermedias) son un dolor de cabeza. Esta precariedad ya tiene sus nombres: el español Ramón Castells llamó “obsolescencia programada” a la corta durabilidad que afecta a estos equipos, y la argentina Paula Félix-Didier, entre otros, vienen advirtiendo de este peligroso panorama bajo el nombre de “Edad oscura digital”. Sólo la migración permanente de soportes puede reducir las pérdidas, a lo que se suma la necesidad e multiplicar los medios de guarda, debido a la fragilidad de los soportes. Los discos rígidos, los discos externos y los pen drives muestran un alto índice de fallas. Y esto se da en instituciones que por lo general apenas disponen de recursos para sostenerlos. Lo que se ahorraba en papel, pasó a multiplicarse en recursos humanos y técnicos, en servicios de mantenimiento pagos y caros. La promesa de hace 30 años de medios que aseguraban alta calidad, economía y durabilidad indefinida ha quedado obsoleta. Hoy contamos con una nueva promesa: la “nube” de datos que promete eliminar la falibilidad de otros soportes. Teniendo en cuenta lo dicho, deberíamos cuidarnos del costo. Tengamos presente la temeraria posibilidad de perder grandes cantidades de información y dejar un gran hueco en la memoria colectiva. La carrera por la novedad y el aliento al consumo, que se constituyeron en el motor de la innovación tecnológica, no contemplan las pérdidas culturales.