“Por favor, ayúdenme. ¡No me quiero morir! ¡Llamen a mi mamá!”. Las palabras del adolescente que estaba tirado en la entrada de un garaje ubicado en Pellegrini al 400 apenas si se podían escuchar. “¿Qué le pasó?”, le preguntó el periodista de LA GACETA a un efectivo de Infantería y a otro de Caballería que estaban custodiándolo. Como no le respondían, insistió: “¿por qué este chico está tan mal?” El efectivo que estaba de pie, tomó su bastón de madera y, lentamente, le levantó la remera blanca que tenía puesta. Así descubrió una pequeña herida en el centro del pecho. Había recibido un disparo. Era un balazo de un revólver calibre 22. Un vecino, que presenció la escena, preguntó: “¿y la ambulancia?”. El efectivo que se encontraba sobre el equino, levantó sus hombros de manera pausada, lo que generó la reacción de las mujeres que también comenzaron a congregarse en el lugar. El uniformado taloneó al caballo y se marchó, no sin antes pedirles de manera poco amistosa que se retiraran. Fueron esas personas las que intentaron trasladar al herido, pero no las autorizaron. Después de una espera de más de 20 minutos, llegó un móvil del Siprosa, sin médico y con sólo el chofer. El conductor, desesperado bajó la camilla y con la ayuda de los hombres que estaban ahí, levantó al adolescente y lo llevó al hospital Padilla, pero murió cuando estaban por operarlo. Fue identificado como Luis Gerardo Caro, de 14 años.
Ese fue el epílogo de la jornada más trágica de la historia del fútbol tucumano. El adolescente se transformó en la primera víctima de un enfrentamiento entre las barras bravas de Atlético y San Martín, los clubes más grandes de la provincia. Fue un caso que conmocionó a cada amante de este deporte. Fue un hecho salvaje que, curiosamente, tuvo una complicidad policial y que marcó un antes y un después en la historia de los clásicos en la provincia. Nada volvió a ser igual. Pese a que ya pasaron casi 19 años del crimen, las heridas nunca se cerraron y los protagonistas siguieron generando terror hasta que fueron apresados o se retiraron por problemas de salud y no porque hubo una decisión política para erradicarlos de los estadios.
Nunca debió jugarse
Ese clásico entre Atlético y San Martín nunca debió haberse jugado. Ambos clubes eran patrocinados por la Cervecería Norte y, al sellar el acuerdo comercial, se comprometieron a jugar un duelo amistoso en el que estaría en juego una copa que llevaría el nombre de la empresa. En principio, el clásico había sido programado para cuando ambos equipos terminaran de participar en el certamen de la B Nacional. Pero en el medio pasó algo: el “Santo” descendió. Como el clima no estaba para que ambos equipos se enfrenten, lo postergaron para el 15 de septiembre de 2001, pensando que los ánimos se aplacarían y que no pasaría nada.
Pero el pronóstico fue pésimo. Los organizadores insistieron con hacer disputar el encuentro. Los dirigentes de ambos clubes no se opusieron con la firmeza necesaria y la Policía no realizó una evaluación correcta de lo que podría suceder. Para tratar de llevar tranquilidad al público, los responsables dijeron que se montaría un operativo de seguridad especial para evitar todo tipo de incidentes. Ese anuncio no sirvió de nada. Ese día asistieron menos de 3.000 personas. Con el tiempo quedó al descubierto que esa fue una falsa promesa. Se había anunciado la presencia de 70 efectivos, pero terminaron siendo 40. En un derby tucumano, nunca se movilizaba menos de 300 hombres.
Esta tragedia comenzó a escribirse el 4 de febrero de 2001. Ese día se jugó un clásico en el Monumental. Ganó Atlético, pero también se impusieron los violentos de La Ciudadela. La barra “Santa” colgó en la tribuna una bandera que decía “La Banda de Chupete-Barrio El Sifón”, que era el estandarte de los Acevedo, los líderes de “La Inimitable”, la barra “decana”. Antes de que terminara el encuentro, la hinchada visitante le prendió fuego cuando sus rivales intentaron recuperarla. Pero las llamas no pudieron consumir la polémica que se inició luego.
Ese “trapo”, como se los llama en la jerga futbolera, había sido secuestrado por la Policía luego de que se registrara una escaramuza entre uniformados y barras “decanos” en un partido que se había disputado meses antes. ¿Cómo llegó esa bandera a manos de los violentos de San Martín? Un oficial del cuerpo de Infantería de la Unidad Regional Capital se la habría vendido para que se burlaran de sus eternos rivales.
Los uniformados, para evitar que los miembros de “La Inimitable” agrandaran el escándalo, llegaron a un acuerdo con ellos. Además de un resarcimiento económico, les habrían prometido no molestarlos durante un tiempo, especialmente cuando ingresaran al estadio. El acuerdo, muy común entre uniformados y violentos a nivel nacional, llevó paz a las tribunas, pero no sació la sed de venganza.
Un anticipo
El clásico se programó para un sábado por la tarde. La falta de movimiento auguraba un partido tranquilo para los vecinos, que estaban acostumbrados a encerrarse cada vez que los grandes se enfrentaban en La Ciudadela. “Lo único extraño es que ese día, durante el mediodía y en las primeras horas de la siesta, se vio a los hinchas de San Martín recorriendo la calle Pellegrini. No entendíamos por qué lo hacían, ya que ese era un sector que estaba reservado para que transiten los de Atlético. Después nos dimos cuenta de que los estaban esperando”, comentó el vecino Mario Herrera.
Los “Decanos” realizaron las tareas de inteligencia que no hicieron los policías. Algunos adelantados les avisaron a los miembros de “La Inimitable” lo que estaba sucediendo. Se enteraron de la novedad cuando compartían un asado con sus pares de Los Andes, que estaban de paso en la provincia, ya que al día siguiente su equipo debía enfrentar a Gimnasia y Esgrima de Jujuy, en el norte del país. “Los muchachos ya estaban en camino cuando les informaron lo que estaba pasando. Decidieron volver y buscar algunos ‘fierros’ para protegerse”, explicó Mauro, un ex integrante de la barra brava “decana”. Extrañamente, el destartalado ómnibus que llevaba a los barrabravas no tenía custodia policial, como era normal que ocurriera.
Y como era de esperarse, el primer enfrentamiento se produjo en la zona de Pellegrini y Lavalle. Cuando la barra “decana” descubrió a un grupo rival no dudaron en abrir fuego. “Ahí se armó un desbande. Hubo muchas corridas porque se escuchaban los disparos, pero no se sabía quién estaba tirando. Los ‘canas’ sólo salieron cuando se dejó de escuchar tiros. De ahí no pasó más nada, pero obvio que las cosas no iban a quedar así”, agregó Mauro.
Después de ese grave incidente la Policía reaccionó. Ya con la pelota rodando en el campo y con las hinchadas intercambiando insultos y promesas de nuevos enfrentamientos, llegaron refuerzos y comenzaron a doblegar los vallados. Pero ya era tarde.
La emboscada
El partido entre los grandes del fútbol tucumano fue malo. Terminó 0 a 0 y, tal como lo estipulaba el reglamento, la copa debía definirse por penales. Antes que se ejecutaran los disparos desde los 12 pasos, un grupo de simpatizantes “santos” abandonó el estadio sin que se supieran los motivos. Las puertas de la Rondeau y Matienzo estaban abiertas, liberadas. Ningún efectivo los detuvo, ni siquiera cuando comenzaron a avanzar peligrosamente hacia donde se encontraba la parcialidad “decana”.
En la investigación se descubrió que el grupo de violentos se dirigió hacia el norte por Matienzo y luego se dividieron en dos grupos. Uno se paró en General Paz y Pellegrini y el otro, una cuadra más adelante, en la esquina de esa arteria con Las Piedras. Allí se instalaron y esperaron pacientemente. Mientras tanto, en La Ciudadela, un grupo de policías obligaba a la hinchada visitante a que abandonara las tribunas. La mayoría se resistió a acatar la orden porque querían ver la definición del duelo. Los efectivos, que eran dirigidos por el mismo oficial acusado de haber vendido la bandera de “La Inimitable” a la barra “santa”, dio la orden de comenzar a disparar balas de goma, generando que la gente abandonara las tribunas a las corridas.
“Cuando salimos, nos encontramos con más policías a caballo que nos seguían castigando. En realidad, nos entregaron atados. Nos llevaron como animales corriendo por la Pellegrini”, dijo Francisco Jiménez, uno de los hinchas que siempre sospechó que algunos efectivos sabían que se había organizado una emboscada. Ni la Policía ni la Justicia profundizaron esa pesquisa, pero el uniformado que quedó involucrado en ambos hechos fue retirado al poco tiempo. ¿Realmente hubo algún tipo de complicidad entre los violentos y algunos miembros de la fuerza? Ese fue un interrogante que nunca se terminó de responder, pero el trabajo que realizaron los uniformados fue duramente cuestionado por mucho tiempo.
Fue una carrera infernal y literalmente hacia la muerte. Los “Decanos” fueron perseguidos por lo menos hasta Lavalle por efectivos montados en caballo. Los primeros disparos se escucharon en la esquina de General Paz. “Se armó un tiroteo. Los de la barra también tiraron. La gente se escondía en sus casas. Los que vieron a los ‘santos’ disparando se tiraron al suelo o se escondieron detrás de los árboles. De bronca rompíamos todos lo que encontrábamos en el camino”, agregó Jiménez.
Caro fue uno de los que corría de manera desesperada. No sabía lo que estaba pasando a pocos metros. Al llegar a Pellegrini al 400 fue herido mortalmente. Pero la locura continuó. Carlos Argañaraz (19 años), fue baleado en la espalda cuando estaba por cruzar la esquina de San Lorenzo. Sobrevivió.
Tucumán quedó conmocionado por el hecho, pero todavía le faltaba conocer los detalles más oscuros del caso.