Abril terminó transformándose en un mes trágico para el fútbol de nuestra provincia. Un domingo 18 de ese mes de 1993 se produjo en nuestra provincia otro crimen protagonizado por barras. En esta oportunidad, la víctima fue un simpatizante de Talleres, que murió al recibir un disparo en el pecho. El homicida, un integrante de la barra brava de San Martín. Habían pasado nueve años del homicidio de Francisco Arturo Pérez, el simpatizante “santo” que había sido ultimado por Juan Marcelo Demattías, un violento hincha cordobés en la cancha de Atlético y que fue condenado a 8 años de prisión. Muchos pensaron, erróneamente, que se había aprendido la lección.
Los “Santos” y la “T” debían disputar un partido clave por la permanencia. Ambos necesitaban sumar puntos para engrosar sus promedios. No se trataba de un cotejo más, sino de una especie de final que se asemejaba a la obtención de un título: mantenerse en Primera. La importancia del partido había despertado un interés especial. Pero todo empezó mal y terminó peor. Desde Córdoba anunciaron la partida de al menos 50 colectivos cargados de fanáticos. La tragedia comenzó a escribirse antes de la partida.
José Ramón Angulo, albañil de 35 años, como cualquier hincha, había comprado un pasaje para viajar a Tucumán en esos “tours” que normalmente organizaban las barras bravas de los clubes y que formaban parte de uno de sus mayores ingresos en los tiempos en el que cualquier argentino podía seguir a su equipo en todo el país. Ya estaba instalado en el micro cuando observó que otros dos simpatizantes comenzaron a pelear por un asiento del mismo ómnibus. El joven intentó intervenir, pero terminó recibiendo una puñalada en el pecho. La Policía lo encontró en un callejón, gravemente herido y abandonado. Lo trasladaron a un sanatorio, donde falleció, y no en Tucumán, como se venía informando, erróneamente. El hecho no frenó la travesía a nuestra provincia, ni tampoco encendió algún tipo de alarma.
Una locura
Por lo menos 50 micros comenzaron a arribar a la provincia a partir de media mañana. La Policía brilló por su ausencia y los cordobeses se detuvieron en cualquier lado. Generaron caos en distintos sectores del sur de la capital, en el parque 9 de Julio y a lo largo de la avenida Roca, a muy pocas cuadras del estadio. Sí, leyó bien, por la zona de La Ciudadela. En medio del trayecto que debían hacer los “santos” para ingresar al estadio.
“Al principio estaba todo bien. Los cordobeses llegaron sin problemas. Compraron carne y se pusieron a hacer fuego para comer asado. Todo eso acompañado con vino y cerveza y mucho cuarteto cordobés”, explicó Mirta del Valle Lencina. “Los problemas comenzaron cuando empezaron a aparecer los hinchas de San Martín por el lugar. Los insultaban primero y después les robaban las camisetas o gorros. Había mucha violencia. Era sabido que todo terminaría mal”, explicó a LA GACETA la mujer, que pudo observar gran parte de los incidentes a través de una ventana.
La Policía no tomó ningún tipo de cuidados antes, durante y después del encuentro. “Nos llamó la atención de que no hubiera un solo uniformado. En esa época, cuando había partidos importantes, se hacían operativos especiales para evitar que se crucen los hinchas. Por ejemplo, en los clásicos, ni se arrimaban los hinchas de Atlético por aquí. Pero en esta oportunidad no hubo ningún tipo de control”, indicó Francisco Ramírez, otro vecino.
Los habitantes de la zona dijeron a LA GACETA que el clima hostil se formó como un chaparrón de verano. Sin que nadie se diera cuenta, en distintas esquinas de la Roca se produjeron enfrentamientos. “Primero fueron insultos, después intercambio de pedradas, luego golpes de puños y, por último, tiros. Si hubo un solo muerto fue de milagro”, agregó Ramírez.
Tiroteos
Las agujas del reloj marcaban las 13. En la avenida Roca (hoy Néstor Kirchner) al 1.800 un grupo de simpatizantes cordobeses se preparaba para almorzar. Hernán Roque Villarreal tenía 16 años. Fanático de la “T” había llegado a Tucumán con su primo Daniel Jerez y un tío que nunca fue identificado y que habría sido referente de la barra brava visitante. “Lo mandé a comprar una gaseosa. De pronto, sentí tres tiros. Fui a ver qué había pasado y lo encontré con un disparo en el pecho. Estaba muerto, no había nada que hacer”, le dijo a LA GACETA el joven antes de estallar en llantos.
La noticia corrió rápido entre los miembros de la hinchada visitante. Un grupo de cordobeses decidió dirigirse hasta el estadio para protestar por lo que había ocurrido. En el pasaje Matienzo, entre Rondeau y Bolívar, se toparon con otro grupo de hinchas “santos”. Se produjo una batalla campal cuerpo a cuerpo, hasta que el inconfundible disparo de un arma de fuego provocó un desbande generalizado. Allí cayó herido de un balazo en el abdomen Marcelo Raúl Villegas, otro hincha de Talleres.
Las peleas continuaron a lo largo de la avenida Roca. Cada vez que los hinchas se cruzaban, terminaban agrediéndose. ¿Y la Policía? Nunca apareció. “Liberaron la zona para que se mataran entre ellos. Nadie hizo nada para frenar a estos salvajes. No hubo más muertos porque Dios se acordó de la gente que nada tenía que ver”, opinó Juan Carlos García, un hincha que fue testigo de esa trágica siesta. La calma no llegó ni siquiera con la gente dentro del estadio. Las piedras iban y venían de un lado para otro. El reporte oficial informaba de la muerte de Villarreal, que Villegas había quedado internado y que sus coterráneos José Daniel González (37), José Luis Romero (24), Hugo Adrián López (30), Luis Miguel Guevara (33) y Raúl García (25) y los tucumanos Dante José González (37) -vecino de la zona que quedó en medio de los incidentes- y Omar Salazar (8) habían sido atendidos en los hospitales públicos.
Ariel Ibáñez, prosecretario de deportes de LA GACETA, estuvo ese día en La Ciudadela. “Cuando llegamos a la cancha comenzamos a enterarnos de todo lo que había pasado. Fue una locura. El partido se jugó como si nada. Ganó San Martín por 1 a 0 con gol de Chazarreta. Pero a partir de ese día la rivalidad entre ambas hinchadas fue muy fuerte. Es imposible pensar que alguna vez se juegue un partido con ambas hinchadas”, opinó.
Polémica e investigación
El ex fiscal Carlos Albaca, que actualmente espera ser enjuiciado por su participación en el caso de la desaparición y el crimen de Paulina Lebbos, acababa de asumir en el cargo. Tenía otra impronta. Él acompañó a los policías a “reventar” (requisar con dureza) los ranchos de El Triángulo, un asentamiento ubicado a pocos metros de La Ciudadela. “Hasta se lastimó un tobillo por querer abrir una puerta a los golpes”, recordó Gustavo Barrionuevo, habitante del barrio. “Vinieron como locos buscando a los autores. Les avisamos quiénes habían sido, pero lo mismo se llevaron a un montón de gente que no había tenido nada que ver”, agregó. El testigo no exageró. A las 24 horas de haberse producido el crimen, los uniformados habían aprehendido a unas 15 personas.
Casi al mismo tiempo, en Córdoba se producía un escándalo. La familia de la víctima denunciaba que los tucumanos le habían robado los órganos. Las autoridades judiciales de esta provincia negaban ese hecho y aseguraban que era imposible que hubiese ocurrido porque el cajón había sido trasladado cerrado y sellado. Más allá de esta polémica, los restos del adolescente fueron acompañados por miles de simpatizantes del conjunto de “La Docta”. El único que faltó al sepelio fue su padre, Oscar Villarroel, porque estaba internado. Se enteró de la muerte de su hijo por una transmisión radial y, al confirmar la noticia, intentó suicidarse de un disparo en la cabeza.
Por el hecho quedaron imputados José Humberto “El Pelao” Cabrera, Víctor Antonio “El Negrito” Pombo y Miguel “El Rengo” Ovejero. Albaca decretó el secreto de sumario y nunca se pudo establecer fehacientemente por qué se habían originado los incidentes. Tampoco se supo por qué no se investigaron las lesiones que había sufrido Villegas. Quedó en claro que los tres sospechosos no fueron los agresores porque no se los responsabilizó de ese delito.
Se manejaron dos versiones. “El Pelao”, un miembro de tercera línea de la barra “santa” que pretendía escalar posiciones entre los violentos, dirigió un grupo de choque que pretendió apoderarse de los bombos y banderas que los cordobeses tenían guardados en un micro, pero al ser descubiertos, se generó la trágica pelea. Cabrera negó haber sido el autor del hecho, pero reconoció que se había peleado con los hinchas visitantes porque habían agredido a simpatizantes “santos”. Pombo y Ovejero no tuvieron problemas en señalar al otro imputado como el joven que había disparado en medio de una pelea.
Cabrera, que tenía apenas 19 años cuando sucedió el hecho, fue condenado a 15 años de prisión, mientras que los otros dos imputados fueron absueltos. En 2017 volvió a ser penado con idéntica cantidad de años por el crimen de José Damián Díaz, ocurrido en marzo de 2012, cinco años después de haber cumplido la primera sentencia. El año pasado fue entrevistado por LA GACETA en el interior del penal. Sus compañeros de encierro siempre dijeron que lucía prendas oficiales del club de La Ciudadela.
El caso de Villarroel volvió al ruedo en 2006. Se conoció que el “Santo” había perdido un juicio en el que debía abonar $1 millón a la familia de la víctima. Paradójicamente, el fallo se conoció cuando Rubén “La Chancha” Ale, histórico jefe de la barra brava del club de La Ciudadela, era presidente de la entidad. “Lo que sucedió en esa ocasión fue a tres cuadras del estadio. Entendemos que hubo un hecho delictivo de por medio, ya que se habría tratado de un asalto, tras lo cual murió el hincha de Talleres. Entonces el club está ajeno a los acontecimientos”, declaró el ex directivo, que está cumpliendo una pena por lavado de activos en el que utilizó la entidad para ingresar dinero obtenido de actividades ilícitas al mercado financiero.
Nunca se supo si los cordobeses pudieron cobrar parte de ese dinero, pero sí que la negación ayudó que los violentos se adueñaran del fútbol.