Las muertes en las tribunas son muchas más que lo que cree la mayoría. A nivel nacional se estima que hay más de 340. En Tucumán, una provincia que es chica y donde supuestamente todos se conocen, ese número llega a 20. Son muchos, como ocurre a nivel nacional, pero lo más cuestionable es que se hizo poco para frenar a los violentos que se terminaron adueñando del deporte.
Debido a su accionar, el fútbol ya no es el mismo. Se inventaron términos nuevos como “partido de alto riesgo” y se les cerró la puerta a los hinchas visitantes pensando que esa sería la solución. Pero eso no ocurrió. Ellos, los barrabravas, con su maquinaria de generar crímenes, fueron buscando otras alternativas para subsistir. Se acercaron peligrosamente al mundo del narcomenudeo, a las extorsiones y a ser la mano de obra desocupada de muchos políticos que les permitieron y les permiten seguir existiendo. Esta es apenas una parte de una historia que conmueve a todos.
En 1984 se disputaba una de las últimas ediciones del viejo torneo Nacional, el certamen más federal que hacía disputar la Asociación del Fútbol Argentino (AFA) antes de que se produjera la reestructuración del deporte. Atlético Tucumán, equipo que dirigía Miguel Santos Piazza, integró el grupo F, junto con Independiente, Chacarita y Kimberley, de Mar del Plata. Logró avanzar a la siguiente fase al terminar en el segundo lugar, detrás de los “Diablos Rojos” de Avellaneda. Pero lo hizo porque a los “Funebreros” les habían descontado seis puntos debido a los reiterados incidentes provocados por su barra brava. Para seguir soñando con el título, debía enfrentarse en una fase de eliminación directa (partidos ida y vuelta) con Belgrano, de Córdoba, otro de los grandes del interior del país.
El gran día llegó. Fue el sábado 8 de abril de 1984. Era una jornada ideal para presenciar un buen partido de fútbol. Eran otros tiempos. Épocas donde había hinchas del deporte y no de un club en particular. Los “decanos” asistían a La Ciudadela para disfrutar de un partido y los “santos” no tenían problemas en pagar la entrada para presenciar los partidos de su clásico rival. En esa ocasión, el local estaba obligado a ganar por más de dos goles de diferencia si quería avanzar en el certamen. El Monumental estaba vestido de gala para semejante compromiso. Pero era otro Monumental: no tenía los codos en las tribunas generales; solo había tres sectores de plateas y ninguna reja separaba a los hinchas.
Desde Córdoba llegó un buen número de simpatizantes “piratas”. Las crónicas de la época no informaron el número exacto, pero se estimó que fueron más de 300. Se ubicaron en la tribuna de la calle Bolivia, casi 25 de Mayo. Pese a que estaban mezclados con los hinchas locales se hicieron sentir. El partido fue chato. Tuvo un desarrollo lógico: Belgrano aguantando la diferencia y Atlético intentando desesperadamente quebrar el 0 a 0. El primer tiempo pasó sin pena ni gloria. En los rostros de los tucumanos estaba grabada a fuego la desazón. La sensación era que iba a ser muy difícil dar vuelta el resultado. Los cordobeses, en cambio, ya comenzaban a disfrutar de las mieles de la clasificación. Nada hacía presagiar la tragedia.
De la paz al caos
En el entretiempo, algunos hinchas tenían adosados en uno de sus parietales esas pequeñas radios que era la única herramienta para enterarse lo que estaba sucediendo fuera del estadio, ya que no existían los celulares. Los padres vigilaban atentos cómo sus hijos soñaban con ser Luis “El Correcaminos” Reartez o Víctor Hugo Jiménez corriendo en los pasillos de las tribunas. Otros, en cambio, devoraban esas masas que ahora se vocean en todos los barrios o el maní con cáscara que cumplía con dos objetivos: saciar el hambre o molestar al “pelado” que estaba tres o cuatro escalones más abajo.
“Se escucharon unos gritos y de pronto se vio que los cordobeses salieron con todo a atacar lo que se les cruzaba en el camino. Nadie entendía nada porque no se los había insultado o les había querido robar algo. Fueron en contra de la gente”, recuerda Juan Carlos Martínez, uno de los sobrevivientes de la locura que se vivió en la tribuna de la calle Laprida. “Eran como 20 tipos. La mayoría repartía piñas a lo loco, mientras que otros cuatro o cinco iban armados con facas y puñales para lastimar a todos aquellos que se atrevían a intentar detenerlos”, agregó.
Ese sector se había transformado en un campo de batalla de un grupo de bárbaros. Nunca se supo bien por qué se produjo el enfrentamiento. Algunas versiones indican que los barrabravas de ambos equipos se habían citado a una pelea. Otras, que los cordobeses, buscando fama y prestigio, habían intentado apoderarse de los “trapos” -en la jerga del fútbol se llama así a las banderas- de los tucumanos. También hubo una tercera: los visitantes habían decidido defenderse de un ataque de sus pares que habían sido agredidos en el primer encuentro. Pero no hay justificativo para semejantes escenas de salvajismo. Durante más de 10 minutos, unos 50 hombres se tomaban a golpes de puño y se arrojaban puntazos con las facas. El sol del atardecer hacía brillar esas armas asesinas que se blandían de un lado a otro.
La Policía reaccionó mal y tarde. Arrojó gases lacrimógenos que, por el efecto del viento, se desparramaron por todas las tribunas del estadio. El caos se extendió por doquier. Padres desesperados buscando a sus hijos; adultos afectados por el aire tóxico; hombres y niños corriendo de un lado a otro, tratando de encontrar un refugio. La refriega duró más de media hora.
“Fue una locura. La ‘cana’ no detuvo a nadie; buscó la peor manera para tranquilizar las cosas. Después no fue posible frenar los incidentes. La gente nunca supo lo que había pasado, pero estaba molesta por cómo habían tirado gases los milicos”, explicó Martínez en una entrevista con LA GACETA. “Tenía 18 años en esa época. Desde ese incidente sabía que las cosas cambiarían en los estadios. Desgraciadamente no me equivoqué, porque los problemas nunca terminaron. Ahora los verdaderos hinchas no podemos acompañar a nuestros equipos en el país. En el exterior sí, pero aquí no”, añadió.
Nada que ver
Francisco Arturo Pérez tenía 24 años. Vivía en El Manantial y trabajaba como auxiliar mecánico en un taller de elementos hidráulicos. Se había casado con Silvia Sosa, cinco años menor que él, el 11 de febrero de 1984. Se habían prometido amor eterno y ya estaban haciendo planes para la llegada de su primer hijo. Pero una faca asesina frustró todos sus sueños.
Su primo Mario Zamorano, fanático de Atlético, le pidió que lo acompañara al Monumental para ver el partido contra Belgrano. Pérez, que era hincha de San Martín, no tuvo problemas. Sacaron la entrada y se instalaron en la tribuna de la Laprida. Debajo de ellos se produjo la batalla campal entre cordobeses y tucumanos.
“Murió sin tener nada que ver. Lo único que pretendíamos era escapar de los gases lacrimógenos”, reconoció Zamorano al día siguiente en una entrevista publicada por LA GACETA. “Estábamos en la tribuna de la Laprida y el choque entre barras fue debajo nuestro. Cuando llegaron los gases corrimos un trecho, tratando de salir de la zona de peligro. En esos momentos alcancé a escuchar a Francisco que me decía: ‘pará que ya no puedo más’. Cuando me di cuenta, lo vi pálido, muy pálido. Al poco tiempo, cayó desvanecido”, agregó.
La muerte de Pérez también tuvo que ver con la negligencia. Después de haber sido herido, Zamorano, al no haber ambulancia en el estadio, le pidió a un policía que lo trasladaran en un patrullero, pero no quisieron hacerlo. Consiguió que un particular, posiblemente otro hincha “decano”, lo llevara a un sanatorio privado y no a un hospital público. En la clínica, pese a los gritos, una enfermera lo revisó tras 10 minutos de espera. La mujer salió desesperada con un médico que lo único que pudo hacer fue confirmar su fallecimiento.
Un escándalo
El partido se suspendió a los 19 minutos del segundo tiempo. No por el salvaje ataque en el que había perdido la vida Pérez y en el que también resultaron heridos Héctor Pablo Zamora, Miguel Ángel Farías, Hugo Alberto Leiva, Antonio Casale y Eduardo Mena, sino porque los simpatizantes comenzaron a arrojar piedras al campo de juego.
La muerte del hincha de San Martín en la cancha de Atlético generó un escándalo a nivel nacional. Era la primera muerte de un simpatizante en tiempos de democracia, que estaba por cumplir cuatro meses. La prensa, que en esos momentos no hablaba de barrabravas sino de “hinchas caracterizados”, contabilizaba una decena de muertes de estas características, cuando en realidad ya superaban los 110, según Salvemos el Fútbol, una organización no gubernamental que lleva adelante la trágica estadística.
En esos días, el periodista de la desapaprecida agencia Diarios y Noticias (DyN) Osvaldo Pepe informaba en LA GACETA que la muerte de Pérez había generado preocupación en el gobierno de Raúl Alfonsín. Señaló en una columna firmada y publicada el 10 de abril que el secretario de Deportes de la Nación, Rodolfo O’ Reilly, había contratado una importante cantidad de sociólogos para que estudiara el fenómeno de los violentos en el fútbol y buscaran alguna solución. El mundo de la redonda se escandalizó con este crimen y todos prometieron una lucha sin cuartel para acabar con la violencia en las tribunas. Esa promesa se mantuvo a lo largo de 36 años, pero los números no mienten. Ya son 334 los hinchas que murieron en nuestro país por enfrentamientos.
La investigación
La Policía reaccionó tarde. Los cordobeses desaparecieron cuando se confirmó la noticia del crimen de Pérez. La Justicia pidió a la fuerza de Santiago del Estero que le hiciera un favor: que identificara a todos los hinchas cordobeses que se trasladaban en colectivos hacia su provincia. Identificar significaba hacer una fría lista con nombres y apellidos, edad y direcciones. Luego de cumplimentar con este paso, se les permitió continuar viaje.
El certero ojo del fotógrafo de LA GACETA Antonio “El Negro” Font logró lo que la Policía no había podido hacer. Identificar a los supuestos homicidas del tucumano. Font retrató los momentos en los que Pérez recibía una golpiza y la aparente herida mortal. Esas imágenes en blanco y negro dieron vuelta el país por su cruda calidad. Después de semanas de investigaciones, la justicia terminó condenando a Juan Marcelo Demattías a ocho años de prisión. También fueron acusados, pero luego absueltos, Miguel Domingo Luján y Héctor “El Turco” Salomón, que llegó a ser uno de los líderes de la barra brava de Belgrano durante mucho tiempo, pero que se quedó sin poder luego de que fuera detenido acusado de dirigir una red que vendía drogas en las inmediaciones del estadio del club que decía amar.
Este fue el primer caso que sacudió a los tucumanos. La primera señal que nadie vio.