Los riesgos de dejarse llevar por la indignación

Los riesgos de dejarse llevar por la indignación

“Lo más probable frente a una crisis no es que terminemos siendo Venezuela, sino Argentina”. Lo dijo Eduardo Fidanza en una entrevista en LA GACETA el 28 de junio, apenas una semana antes que un grupo de manifestantes, por completo alterados, se arrojaran contra un móvil de periodistas cerca del obelisco en Buenos Aires. La frecuencia con la que una manifestación se descontrola y recurre a la violencia es aterradora. El flagelo de la irracionalidad podrá ser tanto o más poderoso que cualquier virus si dejamos que avance. Después de varios meses de desmovilización impuesta por las restricciones sanitarias, la exaltación destructiva emerge como una amenaza al final de la cuarentena. Incluso en el seno mismo de un movimiento que quería mostrarse moderado, como es el “Banderazo”, con consignas en contra de este tipo de actos, surge un sector de violentos. Parece grave que no haya forma de controlar el costado más autoritario y desmedido de las columnas políticas en pugna, donde se termina mostrando, casi sin diferencias, la misma posición intolerante y hostil que se pretende para su oponente. ¿Será la argentinidad así?

La manipulación de las redes sociales y el surgimiento de un espacio propicio para el anonimato y la agitación crearon un clima venenoso y autodestructivo en la sociedad. “Fake news” y toda una parafernalia de mensajes irritadores circulan con impunidad por la vida de las personas. Todos los sectores sociales, incluso aquellos que, a primera vista, parecen más preparados para someter a juicio y analizar la viralización de mensajes, están cayendo en las redes del desenfreno, víctimas de su manipulación. Contra toda educación, se ha instalado la sensación de que tomar las calles y actuar (hasta la violencia) es la única forma de salir airosos en un mundo que nos acosa y nos oprime. Para este modo de actuar no hay otra forma que el conflicto violento.

Verdad es que no es sólo un problema local. En todo el mundo se presenta el dilema. Un problema a la hora de gobernar: ¿Cómo manejar una sociedad en estado de excitación permanente? Es un caso grave, muy grave el de la indignación, pues termina siendo un elemento desestabilizador que lo sufre el conjunto de la sociedad, en la medida que no sólo expresa formas de pensar, sino que violenta y oprime al diferente. En otra entrevista del domingo 12 de junio, nuestro diario presentó al norteamericano Nicolas Shumway, quien apuntaba que en el mundo se ve “una erosión y un debilitamiento del Estado”, con un fuerte componente social de polarización política y alto grado de fanatismo. “Estamos en una situación donde muchos pueden sabotear, pero muy pocos pueden hacer”. El autor, que dedica sus estudios a la Argentina, ve rasgos de polarización agresiva ya en el siglo XIX, revividos en la crisis institucional de los años 30. La grieta no tiene salida porque “descarta y condena” al otro, la única respuesta a esta situación es un fortalecimiento de las instituciones y no una intensificación de los humores de los manifestantes. El “terror de terminar siendo Venezuela” será, en este caso, el horror de volver al peor pasado argentino: una sociedad anarquizada y liberada a sus grupos violentos. Aceptar ese final será terminar oprimidos por nuestros propios monstruos.

Cada sector parece tironear irresponsablemente hacia la posición que pretende imponer. Algo habrá que ceder. “¡Argentinos a las cosas!”, nos advertía un español, exiliado de las violencias de su país, ya hace un siglo.

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