Por Juan María Segura, especialista en educación.-
La paciencia, según David Isaacs, es una de las virtudes que dan sustento a nuestra fortaleza. Somos fuertes y desarrollamos la capacidad de acometer y de resistir, en gran medida gracias a nuestra capacidad de ser pacientes. Isaacs define a esta virtud medular como la capacidad de soportar con serenidad las molestias presentes derivadas de una dificultad a superar, o de un bien deseado que tarda en llegar. Así, la paciencia nos auxilia tanto frente a un presente incómodo, como a un futuro que se demora en proveernos el confort que suponemos trae. ¿Le suena?
A pesar de que el libro de Isaacs que trae estos conceptos sobre las virtudes humanas fue escrito en 1976, su contenido es de una actualidad poderosa, de una claridad permanente. La situación mundial de encierro y bloqueo provocada por la pandemia solo nos pone frente a nuestra esencia más básica y antropológica (antroposófica, diría Rudolf Steiner), y nos sugiere actuar, aunque no sabemos bien en qué dirección o sentido. ¡Un picnic para el consultorio de logoterapia de Viktor Frankl!
Y mientras esta montaña rusa de sentimientos, sentidos y emociones nos sacude de aquí para allá y nos quita terreno firme para pararnos con confianza y seguridad, además, tenemos que observar a nuestros hijos “jugar” con la tecnología, saltando con gracias y sin angustia entre memes, tic-tocs, zooms, meets, lives, grupos cerrados (¿?) y demás.
Una y otra vez me consultan sobre cuánto tiempo debería estar conectado un niño o adolescente a la tecnología, en especial durante este tiempo raro, y siempre la respuesta me remite a la misma metáfora, la del pez. Si a un pez le preguntan qué piensa del agua, seguramente responderá que no comprende la pregunta, respuesta similar a la que darían un z (centennial) o un alfa sobre qué piensan sobre la tecnología. Para ambos, agua y tecnología son matrices omnipresentes y permanentes que alojan la casi totalidad de sus acciones y sentidos de la existencia, y que de alguna manera se fusionan con su propia esencia. ¿Acaso usted le diría a un pez que deje de nadar, que eso le va a hacer mal? Jamás lo acusaría de nadador vicioso, ni le diría que el agua es adictiva, y no se preocuparía de verlo durmiendo con los ojos abiertos, en una posición corporal pronta para salir nadando. Me pregunto si en este momento de la historia, más allá de la covid19, no estamos encaminados, en algún sentido, en esa dirección, en donde la tecnología se transformará en una parte constitutiva de nuestra propia naturaleza como especie, inescindible de nuestras acciones, pasiones y prospecciones.
En nuestros hijos, sobrinos y jóvenes se puede paladear una pizca de ese vínculo emergente novedoso entre hombre y tecnología, con nombre y apellido (las plataformas, herramientas y apps del momento que conectan con la nube en tiempo real), y eso nos angustia. Y ese sentir, sumado a la incertidumbre que nos plantea el tiempo postpandémico, nos hace impacientes como no nos reconocemos. Pero tranquilos, que hay buenas noticias.
Los z son probablemente la mejor generación que ha conocido la historia del hombre hasta el momento. No porque mis hijos, que son todos z, sean los mejores (¡que lo son!), sino porque hay datos objetivos que así lo certifican. En su juventud e inmadurez (nacieron entre 1998 y 2012, así que en promedio tienen 15 años), poseen rasgos destacados en varias dimensiones: muestran mayor conciencia del riesgo de las cosas que hacen daño (consumen menos alcohol, utilizan más el cinturón de seguridad), una gran conciencia ecológica (45% eligen marcas eco-amigables) y ofrecen mejores índices en dimensiones críticas de la adolescencia (-40% de tasa de embarazos, -38% de consumo de sustancias nocivas, +28% de graduación escolar en tiempo). Además, 41% asiste regularmente a ceremonias religiosas, en comparación con un 18% de los Y, 21% de los X y 26% de los boomers. Además de todo ello, que son datos de fuentes fiables, son independientes, autónomos, reflexivos, responsables, determinados y poseen una mente abierta. Claro que siguen siendo adolescentes, con toda la complejidad que eso supone, pero de un tipo novedoso de adolescencia, con gran conciencia social, mucha información de lo que pasa en el mundo, y mucho interés en conocer de las cosas que los afectan a ellos en particular.
Es cierto que pasan mucho tiempo en Instagram. Aumentará. Es verdad que consumen mucho contenido de Youtube. Crecerá. Es correcto afirmar que engullen las series a una velocidad colosal, a pesar de que aún no llegó el 5G… Explotará. Es cierto que realizan zooms en horarios insólitos. ¿Por qué no?, dirían ellos.
La impaciencia de los adultos en lo que respecta al uso que hacen de las tecnologías los jóvenes, habla mucho más de nosotros que de ellos. Verificar que nuestros hijos son usuarios intensivos (lo utilizan mucho) y extensivos (lo utilizan en cualquier momento del día) de zoom o zoombies, como me gusta llamarlos, nos describe angustiados e impacientes, pero también resistiendo comprender y aceptar el mundo de internet, la IA, la realidad aumentada, la robótica, los criptocertificados, los flujos, el big data y los algoritmos. Nos muestra incrédulos frente a la matriz, añorando un mundo lejano y deseosos de sostener instituciones y prácticas disfuncionales.
Es curioso como la historia del software de videollamadas zoom, creada en el Silicon Valley en 2012 por un empresario chino-norteamericano, repentinamente se transforma no solo en una historia en progreso, sino en una radiografía precisa del momento, una estampilla de colección de la pandemia. Con apenas 2.000 empleados (contra 290.000 de General Motors, o 45.000 de Facebook), y un valor de mercado ya rozando los 50.000 millones de dólares (a solo 6 meses de cotizar en público), la empresa multiplicó 30 o 40 veces su tráfico entre febrero y mayo, logrando conectar a quienes la covid10 pretendió asilar. ¡Enhorabuena, nuestros hijos son zoombies!
Serenidad, ingrediente dominante de la paciencia, y esta columna vertebral de nuestra fortaleza. Si somos capaces de ser pacientes primero con nosotros mismos, seguramente estaremos en mejores condiciones de acercarnos a nuestros hijos zoombies para entender cómo piensan, cómo obran, cómo proyectan. Acaso esa experiencia nos otorgue más confianza en nosotros mismos, y eso nos haga más fuertes. El mundo de cultura digital y de la tecnología como matriz, está plagado de recursos gratuitos de excelente calidad que estuvimos desatendiendo durante años y décadas, y que seguramente tienen el potencial de hacer nuestra vida más placentera, y nuestra realización más plena. Tal vez sea este un buen momento para ir por ellos, con serenidad y paciencia, y así rediseñar nuestras vidas y nuestra relación con el entorno. Si no es ahora, ¿cuándo?