Tío Manuel
22 Junio 2020

Carlos Duguech

Columnista invitado

- Es que a mí me gusta que sea mi tío. Él me quiere, me acaricia y yo le digo tío.

- ¿Pero oye, hijo: él qué te dice, entonces?

- Él no me corrige nada.

- Bien, está bien, Juan Bautista. Le puedes decir tío al General. Y, sabes bien, es una persona muy importante y tiene muchas cosas que hacer.

- Gracias, padre. El tío Manuel habla de cosas que a mí me gustan mucho. Además, su traje de general me parece de lo más lindo.

- ¿Qué cosas te dice que tanto te gustan?

- Que yo nací en un año muy importante. Dice que eso me marcará en toda mi vida. Eso me dice.

- ¿En verdad? ¿Eso te dice?

- Sí, en verdad. Y me lo dijo muchas veces, padre. El tío Manuel me habla como si yo fuese un niño más grande, aunque recién…

- Bueno, estás creciendo Juan Bautista, y se nota.

- El mes de agosto, el 29, tendré seis años. ¿No es así padre?

- Sí, es como tú lo expresas Juan Bautista. Así es. Si el General Belgrano te dice esas cosas es porque advierte en ti a un niño inteligente. Y, sobre todo, curioso por saber, por comprender algunas cosas que para todos los niños aparecen como muy difíciles,

- ¿Por qué, padre?

- Porque no les interesa. Y, seguro, porque no las comprenden.

- ¿No cree que el tío Manuel dice que soy inteligente, por cariño y porque es tan amigo de usted?

- ¡Es que eres inteligente, Juan Bautista! ¡Vaya si lo eres! El General sabe que lo sabe y por eso te dice esas cosas.

- En verdad, a mí me gusta.

- Tú sabes bien que le admiramos y queremos mucho. Valoramos al General por lo que hizo aquí, en Tucumán, y en Salta.

- ¿Y qué hizo el tío Manuel, padre?

- En realidad fue su acción valiente y decidida en dos batallas. La de aquí, en el Campo de las Carreras, y la de Salta. Eso, hijo, es lo que hoy nos permite que ahora mismo, en Tucumán, se realice el Congreso.

- Usted cree que vienen a Tucumán todos esos señores y curas porque los invitó el tío Manuel?

- No, en verdad él no los invitó, pero allá en el puerto, en Buenos Aires, saben que no hay muchos lugares en el Virreinato más apropiado que Tucumán para que se reúna un Congreso con todas las provincias.

- ¿Aquí es más lindo? ¿Será por eso?

- Tú sabes, hijo, que yo vine desde Vizcaya, bien lejos de aquí, del Reino de España. Tuve un viaje largo por ese océano que nos separa de España y bien puedo decir que hallé en esta tierra todo lo bueno de la vida. Aquí conocí a tu querida madre y por ello debo pensar que será muy bueno que las Provincias Unidas del Río de la Plata se pongan de acuerdo en lo que quieren hacer. Y que lo hagan desde Tucumán.

- ¿Y por qué sería muy bueno, padre?

- Porque, sabes Juan Bautista, sería una gran honra para todos nosotros. Más adelante lo comprenderás mejor, hijo.

- Padre, he visto llegar mucha gente. Y también muchos carruajes. Parecen muy importantes y cómo están vestidos. He visto muchos curas.

- Sí que lo son. Verdaderamente importantes, pues. Verás hijo, esta gente viene representado a muchas provincias, algunas de muy lejos como Buenos Aires, Charcas, Mizque y Chichas. Verás, viajes muy cansadores. Algunos en carreta de bueyes, otros a caballo. Desde marzo que están reuniéndose, aquí cerca, en una casa de la calle del lado del naciente de la plaza, a pocos metros.

- ¿Y qué harán esos señores con tantas reuniones?

- Espero, mejor dicho esperamos, que por fin resuelvan ponerse de acuerdo para que la revolución de Mayo se concrete.

- No entiendo, padre. ¿Qué se tiene que concretar?

- Pues ¡la independencia, hijo! La independencia de España para ser una nación libre, soberana. Quiero que lo comprendas, Juan Bautista: una nación que sea dueña de su destino.

- Eso es muy lindo, padre. ¿Escribirán algo los señores y los curas para que se sepa que todos están de acuerdo?

-Me sorprendes, Juan Bautista, con tus preguntas.

- ¿Por qué, padre? ¿Dije algo malo o feo?

- No hijo, nada de eso, por Dios. Es que en verdad hallo razón al General que tú llamas cariñosamente tío Manuel. Lo que dices es lo que todos esperamos: un escrito, un acta en la que se estampe la decisión de ser una nación independiente. Ojalá, quiera Dios que así sea, hijo.

- Qué lindo sería, padre. Habrá fiesta entonces si hacen el acta?

- Pues claro que sí, habrá fiesta y mucha alegría. Y después habrá que trabajar bastante para que haya tranquilidad entre las provincias y que el mundo tome noticia de este acontecimiento y reconozcan a la nueva nación independiente.

- Si no se enoja, padre, quiero preguntarle algo.

- ¿Sobre qué, hijo? Pregunta lo que quieras, que así se aprende. Todo lo que sabes lo aprendiste preguntando o leyendo como podías los libros que tiene tu padre. ¿Cómo podría enojarme contigo Juan Bautista, por eso?

- No sé bien si es así, pero el libro que pude hojear está en francés. Creo que el que lo escribió se llama Ruso o algo parecido, no recuerdo bien cómo lo leí.

- Ah, claro, hablas de Rousseau. Se pronuncia rusó. Es un suizo, del siglo pasado. Murió hace unos cuarenta años. El libro que hojeaste se llama “El contrato social”. Habla de cosas importantes sobre las gentes y los gobiernos. A mí me entusiasma y eso es lo que les digo a los jóvenes que vienen a casa a interesarse sobre cuestiones políticas.

- Sí, debe ser ese libro, padre. Hay una anotación que Ud. ha hecho en la primera página que pude leer.

- ¿A qué te refieres, Juan Bautista? Dime.

- Ud. ha escrito “Juan Jacobo = Juan Bautista”. ¿Por qué somos iguales el suizo ése y yo, padre? ¿Será porque los dos nos llamamos Juan?

Fue largo el silencio del comerciante vasco Salvador de Alberdi para evitar decirle a su hijo sobre las razones de la muerte de su madre tucumana, Josefa Rosa Aráoz y Balderrama.

Tan largo el silencio que jamás respondió a esa pregunta del hijo aunque, finalmente, Juan Bautista lo supo.

Y lo llevó sabiendo en cada uno de sus pasos en el suelo patrio y en los exilios. Su pluma inquieta y sus ideas claras y definidas le llevaron a escribir memorables páginas que consolidaron la idea de nación y contribuyeron a darle un sentido notoriamente premonitorio a las palabras del tío Manuel, de la que él se nutrió siendo un niño de seis años. “Bases…”, “Peregrinación a la luz del día” y su alegato contra la guerra que se le conoce como “El crimen de la guerra”, entre muchísimos otros.

Finalmente, en una expresión de una subjetividad dolorosa que se supone le marcó durante toda su vida, sin nadie suponiéndolo, insertó en su autobiografía una frase que corporizó lo que su padre había silenciado: “Mi madre había dejado de existir, con ocasión y por causa de mi nacimiento. Puedo así decir, como Rousseau, que mi nacimiento fue mi primera desgracia”.

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