“Se considera la Argentina un país urbano, lo que desde los números es cierto: el 90% de la gente vive en aglomerados -describe Ramiro Salazar Burgos-. Pero estos números no reflejan la diversidad de las provincias, ni lo que ocurre hacia el interior de ellas”. Él es licenciado en Nutrición y doctor en Ciencias Sociales; dice más: “desde hace 10 años enseño en una escuela secundaria de El Cadillal. Así que he visto de cerca las diferencias entre lo rural y lo urbano”. “El problema -agrega- es que salvo en los censos nacionales, los estudios se hacen con parámetros urbanos; así la población rural queda fuera de los análisis y del diseño de políticas públicas específicas, que son indispensables”.
Como además de lo dicho es docente en la Licenciatura en Enfermería de la UNT, filial Aguilares, también conoce lo intermedio entre lo muy urbano y lo decididamente rural. Y sabe que docencia e investigación se retroalimentan; entonces, para su tesis de doctorado (que en cuarentena defendió por Meet) eligió una investigación llevada a cabo desde el Instituto Superior de Estudios Sociales (Conicet/UNT), titulada “Estado nutricional de la juventud rural tucumana en los comienzos del siglo XXI”. Lo dirigieron Pablo Paolasso (Conicet-UNT) y Evelia Oyhenart (Conicet-Universidad Nacional de La Plata).
Sin (pre)ocuparnos
La de coronavirus no es, ni de lejos, la única ni la más masiva de las pandemias. Vivimos desde hace tiempo -y sin (pre)ocuparnos mucho- otras, como el VIH (37,6 millones de personas, que además no tienen cómo curarse) o la obesidad (mata unos 2,8 millones de personas por año), sin ir más lejos. Y de esta se ocupa Salazar Burgos. “La pandemia de obesidad es atribuida a múltiples factores ligados a procesos de urbanización y, con ella, a cambios en los patrones de alimentación: tendencia a incrementar el consumo de grasas saturadas, azúcares y harinas refinadas, acompañada por una vida sedentaria”, explica y añade que, si bien es un proceso dinámico, los cambios suelen reflejarse, en la población infanto-juvenil, en la baja de los niveles de desnutrición y el aumento de los de sobrepeso y obesidad.
Pero esas son las hipótesis. Y quería saber si se cumplían, de modo que se lanzó al campo (el investigativo y el del paisaje, que coincidían) a medir lo que se llama estado nutricional: “la condición que resulta del equilibrio entre el ingreso de energía al cuerpo y el gasto que se hace de la energía no se logra en todos del mismo modo; influyen muchas variables”.
Muchas, y de más de un tipo: biológicas (como la etapa de la vida, sexo -por las hormonas-, actividad física), contexto donde se vive (urbano, previsiblemente con más sedentarismo, o rural), y contexto macro: acceso a la educación, al trabajo... Lo midieron, y -reconoce- se llevaron una sorpresa.
Transición acelerada
Los datos de la Encuesta Nacional de Nutrición y Salud de 2018 dan cuenta de que los niveles de exceso de peso de niños y adolescentes llegan al 41%. Para la investigación -ya explicamos por qué- decidió comprobar si esos datos eran consistentes para el ámbito rural, así que diseñó y llevó adelante una evaluación en 19 localidades rurales, distribuidas en toda la provincia, e incluyó 1.314 chicos escolarizados de entre 10 y 15 años.
“De cada uno se registraron peso y talla. Y todos respondieron una encuesta sobre condiciones sociales y económicas familiares, y sobre las ambientales (su casa y alrededores). Indagamos también hábitos alimentarios”, cuenta.
Recordemos: el desequilibrio a favor del exceso de energía en el estado nutricional y sus problemas de salud asociados (diabetes, hipertensión y dislipidemias) tienden a relacionarse con la vida “urbana” y “moderna”. “Sin embargo, y contra nuestros supuestos, la transición nutricional es acelerada en las zonas rurales de Tucumán: en el 45% de los chicos había malnutrición, pero en la mayoría (39%), exceso de peso, y el 6% desnutrición”, cuenta. “Ojo, que la prevalencia haya bajado no significa un problema menor”, resalta. Y no lo es. Pero la realidad rural no era la que suponían. De hecho, no hay “una” realidad, sino una permeabilidad de modelos.
La variable con más rasgos en común es la de condiciones de vida: más de la mitad de los padres sólo completaron la primaria; el 80% de las familias es beneficiario de programas de asistencia; es elevado el nivel de trabajo temporario, informal y mal remunerado; y más de 100 hogares sufren hacinamiento crítico.
El análisis de los hábitos alimentarios indicó en los jóvenes rurales una dieta semejante a la de los urbanos (salvo, quizá, por la frecuencia de la fruta): pan y tortillas, guisos, gaseosas, frituras y mucha carne, por un lado; y bajo consumo de verduras, leche y pescado. “Otro dato que da cuenta de que lo global impacta en lo rural es que los jóvenes con obesidad sentían vergüenza de su condición, frente a la vieja teoría de que en el campo se considera que ‘el gordito’ es el que está sano”, describe. El signo: en los casos de chicos con sobrepeso solía ser inconsistente la información respecto del consumo alimentario con el estado nutricional, lo que -suponen- puede reflejar que sufren estigmatización.
Otro supuesto cuestionado es que en el campo la gente se mueve más. “Observamos que los chicos pasan mucho tiempo viendo TV, lo que no sólo incide en un creciente sedentarismo, sino en los cambios de dieta, producto de la publicidad... De nuevo, la globalización en lo rural”, destaca. E insiste, en tono de alerta: “los cambios están siendo muy rápidos. De hecho los viví como docente... En los primeros años en la escuela, lo chicos respondían conductualmente al estereotipo rural: tímidos, callados... casi no levantaban la mirada. En estos 10 años las cosas cambiaron y mucho”. Por eso es clave tener en cuenta este proceso -agrega como conclusión-, replantear políticas públicas y adaptarlas a la situación de esta población. Para ellos -contra muchos supuestos- la pandemia de la malnutrición también llegó.