En los hechos -la calle, los bares que empiezan a respirar, los ómnibus, los negocios, las reuniones puertas adentro que no dejan de multiplicarse- la cuarentena ya es historia. Lo que se nota por estos días es una extraña convivencia entre quienes decidieron que, a fin de cuentas, el coronavirus no es para tanto; y quienes siguen respetando las normas de aislamiento. Como si fueran dos sociedades cobijadas por el mismo cielo que recorren caminos diferentes. Los que tienen barbijo miran con recelo a los que optaron por descartarlo. Los que marchan a cara descubierta, que cada día son más, simplemente se encogen de hombros.
Será que al cabo de tres meses la información ha perdido efecto. Los 40.000 muertos de Brasil no son más que una cifra, una abstracción, tumbas al ras de la tierra en la lejanísima Manaos. Hasta hay quienes afirman que es una campaña contra el bueno de Jair Bolsonaro, que nombró un militar como ministro de Salud en medio de la pandemia. Estados Unidos superó los 2 millones de casos y suma más de 115.000 muertos. En México el virus avanza a toda velocidad y los muertos ya son más de 15.000. Y así. Hace algunas semanas estos datos hubieran creado conciencia de nuestra vulnerabilidad, hoy son estadísticas incapaces de mover el amperímetro.
Tampoco conmueve la escalada en Buenos Aires, de proporciones tales que el Presidente deslizó la posibilidad de apretar el freno y volver al comienzo. Una cosa es anticipar picos de contagios y explicar que lo que se busca es ganar tiempo para adecuar el sistema de salud; otra es contar los casos cuando día a día se acumulan de a miles. Entonces todos se ponen nerviosos y un médico -Luis Cámera- afirma que la legión de corredores que se atropellaban en los parques porteños son unos millenials estúpidos. Cámera debe ser un entusiasta seguidor del gurú Simon Sinek, para quien los millenials conforman una generación de gente caprichosa, indisciplinada, narcisista, egoísta, desorientada, vaga, superficial, infeliz y absolutamente carente de autoestima, que no tiene el mínimo interés en hacer del mundo un lugar mejor, salvo en el metro cuadrado que les toca ocupar. Pocos millenials le respondieron a Cámera, sencillamente porque la mayoría no consume noticias. No al menos la clase de noticias que le dan voz a Cámera. Y si captaron a Sinek en su radar es porque la suya fue una de las charlas TED más reproducidas de la historia.
Los millenials marchan a la cabeza de la legión que le está perdiendo -o ya le perdió- el miedo al coronavirus, que en realidad se establece en distintos niveles (miedo al contagio, miedo a enfermarse, fobias sociales). Hay un dato objetivo de la realidad, destacado por las autoridades: no hay circulación comunitaria del virus en Tucumán. Al flexibilizarse las actividades los controles adquieren un valor simbólico. Por eso los pasajeros siguen viajando hacinados en los ómnibus, en los supermercados no se mantiene la distancia y las cervecerías explotan como si nada hubiera sucedido (se viene el fin de semana y, de mantenerse un clima tolerable, no habrá vereda que aguante). Y ni hablemos de las fiestas, que son un clásico desde hace varios fines de semana. De intervenir la Policía en esos casos no habría complejo Belgrano capaz de albergar tantos infractores.
Nosotros y ellos
Se habla mucho en el mundo del “síndrome de la cabaña”, que es el temor a regresar al estado previo al confinamiento. Es que para muchos la cuarentena fue un limbo que permitió redefinir la vida de relación, desde el sexo al trabajo. Un refugio que la “normalidad” vendría a destruir para reimplantar la temida rutina. Si de Tucumán se trata, lo que se nota desde hace semanas es el efecto contrario: el clamor apunta a que, cuanto antes, todo vuelva al statu quo precoronavirus. Quienes padecen el “síndrome de la cabaña” no están visibilizados aún. La calle es de quienes hacen lo posible por dejar la cabaña en el pasado.
En “Dos años de vacaciones” Julio Verne imagina un naufragio que deja a los alumnos de un colegio varados en una isla desierta. Una estructura similar empleó William Golding en “El señor de las moscas”, claro que en su caso las cosas se pusieron bastante más densas porque la estudiantina mutó en sociedad criminal. En ambas novelas la postura de los chicos es al comienzo celebratoria, una aventura sin ataduras ni rutinas. Después todos empiezan a extrañar. Apenas se decretó la cuarentena afloró mucho del espíritu de vacaciones prolongadas, atenuado después por el aluvión de tareas a distancia. Hoy, mientras algunos lo confiesan y otros lo disimulan, el sentimiento mayoritario pasa por las ganas de volver a la escuela. Aunque más no sea para ver a los amigos. El impacto psicológico del período de aislamiento se medirá en los tiempos por venir, pero habrá que ser muy precisos para detectar las marcas que la cuarentena -o lo que queda de ella- está dejando en los chicos.
Fase por fase
El aislamiento prolongado va estructurándose por fases. El aplauso colectivo de las 21 a los médicos y personal de la salud se fue licuando a medida que esos mismos médicos recomendaban mantener la cuarentena cuando todos querían salir. Así, el héroe capaz de brindar su vida por los demás, sabio y sensato, se transformó en una figura incómoda. Hubo una fase de respaldo a un Gobierno que parecía decidido a cuidar el bienestar de la población, y otra fase en la que se rotuló a ese mismo Gobierno de atentatorio contra las libertades individuales. Así de laxos son los discursos sociales. Y en el medio muchísima gente brindando opiniones, tamizadas por el algoritmo que domina la vida del receptor (hay millones de argentinos que ignoran el pase radial Longobardi-Lanata, así como hay millones de argentinos que ignoran el prime time de C5N).
¿En qué fase estaríamos por estos días? En el abandono unilateral de la cuarentena, determinado por alguna clase de conciencia colectiva en la que se mezclan la sensación de que el peligro pasó con el autoconvencimiento de que Tucumán es inmune al virus, sin importar lo que suceda en Buenos Aires, en Entre Ríos (donde 18 personas se contagiaron en un gimnasio al compartir un mate, lo que parece un poco exagerado) o en el resto del mundo. Las autoridades advierten que todo esto es un peligro, tratándose de un virus que se propaga a la velocidad de la luz, pero la realidad les pasó por encima y surge una inquietud: ¿cómo harían, si fuera necesario, para retroceder hasta el aislamiento absoluto de la población?
Recorriendo distintos sectores de la ciudad, el centro o los barrios, queda comprobado que la cuarentena está en stand-by. Los niños juegan en la vereda, los vecinos van a la verdulería, los que pueden hacen deportes. Se organizan cumpleaños, asados, fiestas. La circulación vehicular es la de siempre. Cuando llega la noche se conoce el parte diario: la cantidad de nuevos infectados y de muertos. Teniendo en cuenta que la tasa de mortalidad promedio del coronavirus es del 2%, lo lógico es que si Argentina llega a los 1.000 muertos, el total de contagiados ronde los 50.000. Hace algunos meses las previsiones oficiales, oportunamente filtradas a la prensa, hablaban de 120.000 contagios en el país hasta septiembre, lo que equivaldría a más de 2.000 muertos. En ese momento la proyección generó espanto; hoy la misma información, procesada con otro enfoque, se lee de distinta manera. Cuando se pierde el miedo y se gambetea la cuarentena ya nada resulta tan impactante.