Una guerra mundial entre el hombre y el bicho ¿Hacia el regreso del Estado de bienestar?

Una guerra mundial entre el hombre y el bicho ¿Hacia el regreso del Estado de bienestar?

07 Junio 2020

POR CARLOS ESCUDÉ

PARA LA GACETA - BUENOS AIRES

En Plagas y pueblos, la revolucionaria obra de 1976 en que desarrolló la tesis de que la historia de la humanidad es la historia de la enfermedad, el historiador de Chicago William McNeill pronosticó: “A medida que el siglo se aproxima a su cierre, el regreso de las enfermedades infecciosas parece casi seguro” (p. 10).

Casi veinte años más tarde, en 1994, la periodista Laurie Garrett, Premio Pulitzer y Senior Fellow del Programa de Salud Global del Council on Foreign Relations, publicó otra obra anticipatoria, titulada nada menos que La plaga venidera. Allí advierte que “el aumento dramático en el movimiento global de gente, bienes e ideas es la fuerza subyacente a la globalización de la enfermedad” (p. 2).

En otras palabras, la plaga venidera, que ya ha caído sobre nosotros, no constituye “el fin de la globalización”, como diagnosticaron algunos, sino su culminación. Ahora el bicho viaja en avión, y vertiginosamente entrecruza mares y continentes en nuestras mochilas globalizadas. Las epidemias se convierten en pandemias, y así como el hombre alberga enfermedades infecciosas, la humanidad es en sí misma una enfermedad del planeta.

Ambos libros se complementan. Las intuiciones aportadas por McNeill en su historia de la enfermedad son imprescindibles. El ciclo que va del bicho al hombre y del hombre al bicho parece insoslayable. No pueden existir el uno sin el otro. “Los hombres de la medicina han comenzado a reconocer que sus cada vez más poderosas intervenciones han tenido el efecto paradójico de acelerar la evolución biológica de microorganismos de la enfermedad, tornándolos inmunes a una forma de ataque químico tras otra (p. 10).” Con esta observación, los científicos parecen atribuir una misteriosa teleología a esta conexión entre patógenos infecciosos y animales como nosotros.

Dicha relación es signada por una extraña dialéctica. Los hombres padecemos el parasitismo de microorganismos, a la vez que nosotros mismos somos parásitos que depredamos al planeta y a otros seres humanos, a quienes conquistamos y explotamos. Pero para que la conquista de un microorganismo sobre nosotros o de unos hombres sobre otros hombres sea exitosa en el largo plazo, el anfitrión tiene que sobrevivir como colectivo. El parasitismo humano sólo perdura si la manada de hombres que conquista a otros hombres permite la supervivencia de un buen número de los conquistados, para seguir viviendo de ellos, del mismo modo en que el bicho que nos enferma sólo sobrevive si no produce la extinción de las especies animales infectadas, de modo de tener qué comer en generaciones subsiguientes.

Esta es la historia de toda la historia y de toda la vida. La relación entre anfitriones, que sirven de alimento, y parásitos que comen a los infectados, es un paralelo de lo que ocurre en el interior de cada cuerpo humano. Los glóbulos blancos, que son el principal baluarte contra infecciones, digieren a los intrusos, y los organismos que éstos no pueden digerir se convierten en parásitos. Pero visto desde la perspectiva del parásito exitoso, el anfitrión es la gallina de los huevos de oro cuya manada debe sobrevivir para garantizar la cadena de generaciones del invasor.

En todos los niveles de organización (molecular, celular, organísmico y social) nos encontramos con equilibrios semejantes, preservados por una teleología inexplicable, ya que no hay procesos de raciocinio involucrados, por lo menos de parte del bicho. Recordemos que el mismo hombre no pudo razonar frente a los invisibles microorganismos hasta que, en el siglo XIX, se inventó el microscopio. Antes de eso, la relación entre ambos era sólo biológica.

Diversos seres humanos exhiben niveles muy diferentes de inmunidad frente a las infecciones. Esta inmunidad a veces es genética, pero con mayor frecuencia parece ser el resultado de contactos, en generaciones pasadas, con los organismos invasores. Una manada humana que ha tenido tales contactos pretéritos parece ser menos vulnerable que una que es virgen. De allí provendría la llamada “inmunidad de rebaño.”

Según explica la Enciclopedia de epidemiología (Vol. 1, p. 490), “Toda la población no necesita ser inmune para alcanzar una inmunidad de rebaño. Lo que se requiere es que la densidad de la población de personas susceptibles a la infección sea lo suficientemente baja como para minimizar la probabilidad de que un individuo infectado entre en contacto con un individuo susceptible. (…) El porcentaje de la población que debe ser inmune para generar inmunidad de rebaño difiere con cada enfermedad infecciosa. Cuanto mayor sea la infectividad de la enfermedad, mayor será la proporción de personas inmunes necesarias para producir inmunidad de rebaño.”

En base a tales observaciones y conjeturas, los epidemiólogos creen que una interacción intergeneracional prolongada entre un anfitrión animal y un microorganismo infeccioso engendra una pauta de adaptación mutua que permite sobrevivir a ambos. Si bien esto es lo que se observa, no se sabe bien cómo sucede. Con excepción de las guerras entre comunidades humanas, ni el organismo infeccioso ni el anfitrión infectado tienen la capacidad de operar razonada y estratégicamente contra su rival. ¿Qué ha de impedir que el agente patógeno se pase de la raya y se destruya a sí mismo aniquilando al anfitrión? No se sabe.

Según McNeill y otros, las condiciones óptimas para el anfitrión y el parásito tienden a producirse cuando ambos pueden vivir con la presencia del otro por un período indefinido de tiempo, sin menoscabo importante de la actividad normal de uno y otro. Un ejemplo de este tipo de razonamiento científico proviene del estudio de la buena relación entre el Yersinia pestis y la rata, comparada con la mortífera peste bubónica que el mismo bacilo produce en el ser humano. Para la rata, supuestamente adaptada al bacilo desde tiempos inmemoriales, la enfermedad es una suerte de sarampión de la infancia del roedor. Pero cuando el bacilo llegó a poblaciones humanas sin previo contacto con el mismo y, por lo tanto, sin inmunización, las consecuencias fueron catastróficas.

Los científicos razonan como si el bacilo y las defensas humanas fueran entes pensantes que se observan mutuamente. Desconocen no sólo las relaciones de causa-efecto que conducen a estas adaptaciones, sino también los tiempos requeridos para generar una inmunidad relativa en el anfitrión. Y no se tiene la menor idea de cuándo ingresó realmente el Yersinia pestis en el torrente sanguíneo de la rata o en el de nuestra especie: esas son historias naturales completamente conjeturales.

Es decir que, aunque la inmunidad de rebaño muchas veces se genera, no estamos en condiciones de pronosticar cuándo se va a producir. Por lo tanto, apostar a engendrar esta inmunidad, como hicieron algunos gobiernos frente a la covid-19, es una ruleta riesgosa que bien puede conducir a más contagios y muertes... a no ser que, en vez de ingeniería epidemiológica, estemos ante una política malthusiana encubierta.

El planeta humano que el coronavirus infectó está sobrepoblado de gentes miserables y vulnerables que algunos gobiernos de la Tierra pueden sentirse tentados a dejar morir. Si ese no es el caso, es evidente que, de aquí en más, la humanidad debe apostar a implantar Estados de bienestar por doquier. Que la gente sea más pobre por la ineficiencia del Estado es secundario. Lo que importa es que sea más sana.

Como advirtieron McNeill y Garrett, las enfermedades infecciosas serán cada vez más frecuentes. Salvar a la especie es un interés común que debe unir a todos los individuos y gobiernos.

© LA GACETA

Carlos Escudé – Licenciado en Sociología de la UCA y Ph.D. de la Universidad de Yale. Fue profesor visitante en Harvard y Oxford.

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