Los 30 años del Centro Cultural Alberto Rougés

Los 30 años del Centro Cultural Alberto Rougés

La Fundación Miguel Lillo abría un espacio a las humanidades al inaugurar, el 1° de junio de 1990, las actividades del Centro Cultural Alberto Rougés con una retrospectiva de Ezequiel Linares, quien, junto a Víctor Quiroga señalarían el perfil artístico y el sentido de esta novel institución.

FRENTE A PLAZA INDEPENDENCIA. La sede del Centro Cultural, en Laprida 31. FRENTE A PLAZA INDEPENDENCIA. La sede del Centro Cultural, en Laprida 31.
07 Junio 2020

POR FLORENCIA ARÁOZ DE ISAS

PARA LA GACETA - TUCUMÁN

Con la creación del Centro Cultural Rougés, la Fundación Lillo trascendía así su misión específica dedicada a las ciencias naturales para instalarse en el corazón de la ciudad y participar como lo hicieran sus fundadores, de las humanidades.

Tan loable decisión fue obra de la Comisión Asesora Vitalicia de entonces, presidida por el doctor Jorge Luis Rougés propulsor y defensor a ultranza del proyecto junto al doctor José Antonio Haedo Rossi, Director de la institución. La Fundación ampliaba su proyección en el medio, al valorar y enaltecer la figura del sabio Lillo, quien, de vocación científica, fue un hombre de amplia cultura y de estrecha amistad con los intelectuales de la progresista “Generación del Centenario”: entre ellos, Julio Prebisch, Sixto Terán, Alberto Rougés, Ernesto Padilla, Rodolfo Schreiter, Juan B. Terán, Antonio y Alberto Torres, Adolfo Rovelli y Domingo Torres, personalidades que conformaron la primera Comisión Asesora Vitalicia.

Proyectándose al futuro, la Fundación adquirió el bello edificio estilo “Petit Hotel” en la calle Laprida 31 -en acelerado proceso de deterioro- construido a comienzos del siglo pasado por el arquitecto español José de Bassols, y enaltecido, su extenso fondo, por el paisajista francés Carlos Thays, diseñador, a su vez, del parque 9 de julio. Decisión más que admirable, dada la ingrata tradición en nuestra provincia de deshacerse de los bienes que conforman nuestro patrimonio histórico y urbanístico y de los escasos recursos que se destinan a la cultura. Recuerdo cómo se llevó a cabo lo que parecía un desafío temerario. La Fundación, optimizando recursos, derivó personal propio tanto para restaurar el edificio como para poner en marcha el proyecto fundacional apostando a la adaptación y a la creatividad, lo que explica que tras treinta años de actividad intensa, el edificio se conserve impecable y su presencia en el medio se haya consolidado.

Tuve el privilegio, y digo privilegio, de participar con deleite en mi condición de directora durante los primeros 18 años de ese derrotero. Recuerdo las reuniones semanales junto a Rougés, Ezequiel Linares, María Eugenia Valentié y Hugo Caram - asesores en las áreas de arte, humanidades y música respectivamente- cuando se debatía el proyecto a emprender en medio de techos aún sin restaurar. Las reuniones se prolongaban con anécdotas y remembranzas sobre personajes y épocas, mientras se planteaba qué se entendía por “centro cultural” y hacia dónde debía perfilarse su accionar en un contexto de difícil situación económica y de progresiva desvalorización de lo cultural dentro de las prioridades presupuestarias estatales: con los pies en la tierra y la mirada en el futuro, debíamos optimizar recursos y construir una propuesta superadora en tiempos difíciles. Se conjugaban varios objetivos ambiciosos pero esenciales: proyectar la Fundación Lillo hacia otras ramas de la vida espiritual y cultural de la región; actuar como agentes de cultura y progreso aunando esfuerzos y recursos con otras instituciones; abrir un centro de referencia para la historia del noroeste; generar un proyecto interdisciplinario propio de investigación histórica, el que se puso en marcha con las jornadas bianuales sobre “La Generación del Centenario y su proyección en el noroeste. 1900-1950”, editadas ininterrumpidamente en diez tomos de invalorable interés.

Tras años de cambios en el país y en lo generacional, percibí la necesidad de dar lugar a esas otras miradas que se adecuasen a la nueva realidad. Me acogí, no sin cierta tristeza, reconozco -la subjetividad también forma parte de la Historia, de esta historia de vida- al régimen jubilatorio sintiendo haber cumplido con esa etapa fundacional de ir paso a paso acomodando situaciones, enriqueciendo el proyecto original, llenándome de una cultura de visión amplia. Y todo fue, o parecía, fácil y grato bajo la atenta y obstinada mirada de Rougés, carente de esa burocracia lenta y compleja tan característica del Estado argentino, pero con los requisitos y principios propios de la Fundación Miguel Lillo de una buena y sana administración. Elena Perilli de Colombres Garmendia, continuó el derrotero trazado al asumir la responsabilidad con la colaboración de Gloria Z. de Gentilini, Sara Peña de Bascary, Verónica Estévez y María Lilia Peña de Gorodne -actualmente directora interina- con una visión renovadora y de continuidad que permitió sostener y acomodar a los nuevos tiempos, el proyecto de sus fundadores.

© LA GACETA

Florencia Aráoz de Isas - Licenciada en Historia, ex directora del Centro Cultural Rougés.

Tamaño texto
Comentarios
Comentarios