En 7 de Abril llevan más de 70 días como rehenes por no poder cruzar una ruta nacional
Se sienten parte de un gueto. De una circunstancia de vida que no eligieron y que los obliga a modificar sus hábitos. Afirman que se los discrimina, y que para lo único que sirven es para aportar con su voto a algún candidato en las elecciones, pero que después los hacen a un lado. Unos usan la palabra peste para definir cómo los miran “los de afuera”; otros remarcan la idea de paria. Todos están enojados, impotentes. Miran la salida a pocos metros de sus moradas, pero saben que es una utopía llegar allí. Geográficamente se sienten tucumanos, pero aseguran que la provincia no los representa. No los defiende. No los contiene. Y así, transcurren los días esperando una solución, un gesto que les devuelva la normalidad, una mirada que los reconozca como habitantes del pueblo de una provincia que parece haberse olvidado de ellos.
A 150 kilómetros, al noroeste de San Miguel de Tucumán está 7 de Abril, una localidad que tiene 963 habitantes. Sería un barrio mediano de la capital. Allí está la sede de la comuna, un CAPS, la iglesia, una escuela, la comisaría, un “punto digital” y la vieja estación ferroviaria alrededor de la cual el pueblo creció. Deberían sentirse orgullosos los sieteabrilenses. El nombre refiere al 7 de abril de 1840, cuando Tucumán se alzó en contra de la Confederación, desconociendo el gobierno de Juan Manuel de Rosas. Todo un ejemplo de independencia que hoy, 180 años después, parece una ironía.
Pero ¿qué pasa en este pueblo que indigna tanto a sus habitantes? Irma Castaño lo resume en pocas palabras: “Nos tienen secuestrados”. 7 de Abril es la última población de Tucumán hacia esa zona. Allí el límite tripartito se comparte con Santiago del Estero y con Salta. Pero, paradójicamente, no se puede llegar al pueblo por ninguna ruta tucumana. Al menos sin destrozar el vehículo, o bien, sin perderse en un monte. No, para llegar a 7 de Abril hay que pasar primero por Santiago del Estero por la ruta 336, luego de circular por Gobernador Garmendia, y tomar la ruta 34 hacia el norte. Pero la pandemia los dejó encerrados. Las autoridades santiagueñas prohíben el paso a quienes no son de la provincia. Y no hay permiso que valga.
“Para ir a hacer las compras nos tenemos que escapar por una entrada que va a Burruyacu, pero está destruida. Pasa por Laguna de Robles. Muy pocos aquí tienen vehículos para hacer ese camino. Así que estamos encerrados dentro de nuestra propia provincia. No podemos salir, y no podemos entrar. Tenemos que salir escondidos”, explica Castaño, mientras se acomoda el barbijo y mira el edificio de la comuna en el cual, a pesar de ser un día de semana en horario habitual, no hay nadie. De los 963 vecinos de 7 de Abril, unos 100 trabajan en la comuna. El resto, reconoce, hace lo que puede.
Sobre la ruta 34, los controles son estrictos. No se puede pasar a no ser que se tenga el permiso para una actividad esencial. Y aprovisionarse de comestibles o de medicamentos parece no ser esencial, al menos para los vecinos de 7 de Abril. “Esto me duele”, reflexiona Castaño. Es que la identidad del pueblo está perdida desde hace años. Nunca prosperó. Y los tucumanos (no olvidemos que son tucumanos) deben recurrir desde siempre a Santiago del Estero o a Salta para sus provisiones. Cuando podían pasar, iban hasta Nueva Esperanza, a 25 kilómetros, o a Potrero, a 40. Llegar a un súper en San Miguel de Tucumán les cuesta $ 5.000, más lo que gasten en suministro. Imposible.
No hay nadie que se salve del sufrimiento. Por ejemplo, los jóvenes. “Nosotros trabajamos en cosechas, pero ahora no llega el colectivo. Íbamos a ir a levantar limón, pero ahora no podemos salir, no podemos hacer nada. Nos prohíben el paso”, se quejan Claudio Ruiz, Abel Herrera y Ariel López.
No hay pavimento en 7 de Abril. No hay industria tampoco. No hay bancos, ni estación de servicios. Algunos almacenes desperdigados son los que salvan a los vecinos a la hora de comprar para comer. “Hay un chico que hace algún viaje hasta la capital por la laguna (por la ruta abandonada) y llega hasta la 304. Puede comprar en Burruyacu y de ahí trae para todos. Pero no alcanza”, explican Zulma Monserrat y su esposo Daniel Galván debajo del quincho de paja de la familia. Ellos almuerzan junto a uno de sus hijos, y están preocupados. “Nos gustaría poder tener un cajero automático. Algunos cobran un plan del Gobierno, pero no tenemos de dónde sacar plata. A veces le damos la tarjeta al delegado (Gustavo Jaime), él va hasta la ciudad, cobra y nos trae la plata”, explica Zulma mientras revisa la olla del guiso de fideos. “Siempre dependemos de Nueva Esperanza, o de Rapelli, o de Potrero. Pero ahora no podemos pasar. Ya no sabemos qué somos”, asegura, “La Policía de Santiago nos dice que no nos deja pasar por orden del gobernador. Estamos presos, nos discriminan. Estamos aislados. Los jóvenes quieren salir a trabajar, pero no pueden. Y parece que nadie sabe todo esto. Si nos quejamos no nos escuchan”, remarca. Pero no se trata sólo de un problema de dinero o de insumos. “No tenemos ni médico ante una urgencia”, advierte.
El CAPS está ubicado a 500 metros de la ruta. Allí sí hay una ambulancia, un agente sanitario por día, una enfermera, y un médico que los visita dos veces por semana. Damián es uno de los agentes sanitarios. Y se lo nota preocupado. A pesar de no haber tenido casos de dengue o de coronavirus en la zona, el trabajo de los profesionales de la salud no es menor. “La gente del pueblo siempre fue a Nueva Esperanza a comprar provisiones. Pero ahora no se puede salir. Está muy dura la mano”, indica en la puerta del CAPS. “Tenemos gente de PAMI con problemas para conseguir los remedios. Hay muchos jubilados que no tienen dónde cobrar el sueldo. No hay correo tampoco para que la gente cobre. Ni al sacerdote lo dejaron pasar”, afirma. “La ambulancia puede llevar a los pacientes, pero hay muchas falencias con el transporte. Hasta con la Policía nos ayudamos para trasladar gente. Las cosas son muy difíciles para nosotros. Nueva Esperanza tiene todo, pero no podemos llegar”, dice. “Como agentes sanitarios pedimos que manden las recetas a Burruyacu por internet, y tenemos que ir por una picada para buscarlas. Es muy complicado”, resume.
El amansador
Al lado del centro asistencial, Eduardo Madrid acaricia un caballo. El hombre sobrevivía con su esposa y sus siete hijos gracias a que talaba árboles en el monte y luego vendía leña y carbón. Pero eso se terminó. Los camiones no pueden ir a buscar el fruto de su trabajo. Entonces se reconvirtió, y ahora amansa animales salvajes. El caballo que acaricia es uno de ellos. “Me pagan con comida, un chancho, verdura. Algo. Es el único ingreso que tenemos desde que comenzó la cuarentena. No puedo hacer más nada”, advierte mientras los hijos juegan alrededor del camarógrafo. “Antes desmontaba y vendía. Ahora, nada. Y con siete hijos hay que rebuscárselas”, dice.
El único servicio básico de redes que hay en 7 de Abril es la electricidad. No hay cloacas, no hay gas natural (muchos cocinan con leña), y el agua es de pozo. Y salada. Muy salada. Eso agrava la situación sanitaria, sobre todo de los chicos.
Alfredo Arroyo vivió una situación desesperante. Se le enfermó un tío que vive en Santiago del Estero. Pero estaba en su casa. Y no lo dejaban pasar para llevarlo de nuevo a su vivienda. “Les decía a los policías y no me daban importancia. No tenemos respuesta de nadie. Tuvimos que salir escondidos para llevar a mi tío. Por suerte no era nada grave, pero parece que tuviéramos la peste. La Policía te anda siguiendo como a un delincuente”, asegura.
A mediados de mayo, durante una semana, los vecinos decidieron cortar la ruta 34. Todos los días se apostaron sobre la cinta asfáltica reclamando una solución que nunca llegó. Pidieron respuestas a las autoridades tucumanas y no las obtuvieron. Reclamaron a las santiagueñas y la contestación fue sólo silencio. Mientras tanto siguen encerrados en el pueblo. Huyendo por el monte para aprovisionarse. Traficando mercadería de lugares prohibidos. Tratando de sobrevivir. Sabiéndose tucumanos, pero sólo por lo que dice el DNI. Hasta que alguien vuelva a reclamar su presencia diciéndoles lo importantes que son, pero sólo para obtener unos cuantos votos.