La ley contra el motoarrebato salió con muchas expectativas de los funcionarios del Ministerio de Seguridad, el legislador Gerónimo Vargas Aignasse (y todo el oficialismo) y el Ministerio Público Fiscal, que además de copartícipe normativo se postula en su nuevo rol como autoridad preventora paralela en la seguridad pública. Hasta ahora, excepto unas voces críticas en la Legislatura, la idea fuerza de Vargas Aignasse de que se reducirá un 30% el motoarrebato genera tanto entusiasmo que no deja advertir no sólo que se está afectando la libertad de circulación de dos personas en moto (la norma encaja como anillo al dedo en este período de excepción generado por la pandemia), sino que está poniendo en calidad de sospechosos a quienes circulan en las aproximadamente 200.000 motos que hay en la provincia. Más de un 10% de la población.
Medios para un fin
El argumento es maquiavélico. El fin justifica los medios. Siendo el motoarrebato el delito más temido, y habiendo fracasado todos los intentos por ponerle freno en los últimos 15 años (de hecho, la criminalidad ha aumentado sin pausa en la provincia, hasta hacerla la segunda más insegura del país), cualquier intento que parezca serio para enfrentarlo encuentra algún asidero. Eso es lo que ha hecho el Estado en esta ocasión: se sustentó en la unión de poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) para darle jerarquía al proyecto, que venían masticando desde marzo a partir de experiencias fracasadas en otras ocasiones (como el control de motociclistas a manos de estacioneros) y a partir de informes estadísticos propios, surgidos de la tarea en común que vienen realizando, de un modo u otro, los funcionarios de Seguridad y los de las fiscalías. Se quiere encarar “una política criminal contra el motoarrebato”, según sostiene el secretario de las fiscalías, Tomás Robert, que enfatiza el concepto de “anticipación delictiva” que debería tener esta norma, es decir tratar de intervenir en el delito en la primera fase. “El motoarrebatador va armado, se vale de la ocasión”; si va armado y con moto robada se lo puede imputar por los artículos 189bis y 289 del Código Penal y con ello se podría evitar el daño posterior.
Esta “anticipación delictiva” se haría con retenes no fijos en muchos puntos clave urbanos en el Gran San Miguel, en un megaoperativo constante, a cargo de policías, funcionarios de fiscalías y gendarmes, que durará el tiempo necesario para producir el descenso del delito, según se estima. Las expectativas que tienen los funcionarios son que se produzca lo mismo que en la cuarentena: hubo pocos delitos porque la gente no podía salir de las casas. Ahora se presume que los delincuentes no saldrán por miedo a que les secuestren la motocicleta.
La gente común que tiene moto también tendrá miedo de que se la incauten, sobre todo los que usan este vehículo práctico en una sociedad que no sólo no se ha preocupado por regular para mejorar el transporte público, sino que lo tiene en estado terminal: tal es la crisis en que se encuentra el sistema, que acaba de salir a tropezones de 17 días de paro de colectivos. Los principales perjudicados por esa crisis, los ciudadanos de la clase más necesitada, son los que tendrán que acomodarse frente a la obligación de regularizar los papeles y sacar permiso para circular de a dos en moto. Obligación que sale no de un silogismo, sino de una falacia, al decir del legislador opositor José Ricardo Ascárate: “Se parte de la premisa general de que los motoarrebatadores son delincuentes; los delincuentes andan en moto; ergo, todos los motociclistas son delincuentes. Es absurdo este planteo, que pregona que si una persona va en moto es motociclista; pero si son dos en moto, son delincuentes. Es como pretender clavar un clavo con un destornillador. No es la herramienta adecuada”.
La moto, ese vector
Posiblemente, con este ejemplo, el legislador hizo alusión a la expresión inglesa de usar una herramienta para todos los propósitos, expuesta en la teoría del Martillo de Manslow (o la Ley del martillo, o Martillo de oro), que se define a partir del riesgo de no darle a cada problema su solución específica. “Cuando la única herramienta que tienes es un martillo, todo problema comienza a parecerse a un clavo”, se sostiene en esta concepción. Es lo que parece buscar la norma, que considera que la motocicleta, como vector, es la responsable de todos los delitos, surgido del dato de los fiscales de que este vehículo estuvo en casi el total de los delitos denunciados. Total que, como se sabe, apenas es aproximadamente el 20% de lo que ocurre. Y aunque en el Ministerio Fiscal dicen estar embarcados en una tarea de acomodamiento de la recepción de datos, la toma de denuncias en la Policía sigue respondiendo a un sistema discrecional y sin control, tal como ha demostrado hace dos meses el asesinato de Maira Alejandra Sarmiento en Las Talitas, a manos de su ex pareja, pese a que cinco días antes ella lo había denunciado en dos comisarías.
Sin informes contrastantes, pensar que la moto es vector del delito es un razonamiento silogístico que también podría ser una falacia. Es un argumento, no un dato científico.
El subsecretario de Seguridad, José Ardiles, minimiza el impacto que podría tener en los motociclistas en general. “En el contexto hay permisos para circular. Muy parecidos al código QR. Se entrará a página de la Policía, a un link, se hará una declaración jurada. Habrá excepciones por cuestiones familiares, de trabajo, educativas; en caso de fuerza mayor no se va a necesitar permiso. Y todo va a ser gratis”.
La excepción en la pandemia
Mientras se espera la reglamentación y la publicación de la norma por parte del Poder Ejecutivo, poco puede decirse al respecto, en un Estado en el que está rigiendo la excepción y con una sociedad adormecida por las reglas exigentes que impone la pandemia. Pero no es poco ignorar que este marco normativo está generando una gran discrecionalidad para el agente de policía, lo cual da lugar a claroscuros sobre la aplicación de la ley. Hoy Tucumán debería estar debatiendo esa discrecionalidad a partir del escándalo del asesinato del trabajador rural Luis Espinoza en Monteagudo a manos de policías que actuaron a su antojo y sin control alguno.
¿Tienen todos los policías capacitación para manejar el gran poder que les da la sociedad? A poco que se rasgue en la epidermis histórica de una fuerza que aún se rige con normas de la dictadura se advierten frecuentes excesos, la mayoría menores y ejercidos sobre la población pobre, todos inquietantes. El caso del homicidio del puestero Alberto El Khalil en 2004 a manos de policías de la seccional 11ª mostró esa discrecionalidad. Lo detuvieron con la ley de Contravenciones (que luego fue declarada inconstitucional, aunque la Policía la sigue usando) en un control de tránsito (que la policía no debe hacer, según observó el tribunal que condenó a los agentes de la 11a) con el que intentaron coimearlo. Y lo detuvieron por lo que hasta entonces se llamaba “portación de cara”, concepto lombrosiano que se usaba discrecionalmente para someter al supuesto rigor de la ley a quien “parecía” infractor. Lo cual les sigue pasando con frecuencia a los segmentos desvalidos de la sociedad, según da cuenta la organización Andhes, la única que se expresó a priori de modo crítico y con advertencias severas sobre la norma que se acaba de aprobar.
“El Poder Judicial va a estar obligado a analizar esta ley, que es contraria a la libertad de circular”, dice el abogado Rodolfo Burgos, constitucionalista. Explica que la Corte de Costa Rica estableció el control de convencionalidad, que los jueces internos (de Argentina, de Tucumán) están obligados a realizar incluso de oficio. “Cuando hay dos caminos para elegir, hay que elegir el que sea menos restrictivo para las libertades individuales”, dice Burgos. “Esta norma es contraria a la libertad de circular –reitera- y es una limitación irrazonable. Limita tanto la libertad que la vuelve ridícula. No supera un test de convencionalidad”.
Expectativas
La aplicación de esta ley depende de ciertas pautas. Una es la de los operativos y las detenciones, que es el recurso usado siempre por la Policía y en este caso tendrán que sostener en el tiempo el gasto de recursos en vehículos y humanos, lo cual no es la tendencia en la fuerza de seguridad, que al poco tiempo de cada nueva norma vuelve a las mismas prácticas de siempre. En este sentido –razona Burgos- “pensar que una ley tiene funciones de prevención general es un error gravísimo”. Otra es la acción de la comisión interestatal que se ha de formar para controlar y programar las fases y lugares de la lucha antimotochorros.
Si se mantuvieran los operativos, es de esperar que al cabo de un tiempo prudencial pudieran verse resultados importantes en una provincia atormentada por la violencia, a tal punto que los pronósticos de este mayo sangriento, que ya contabiliza 19 asesinatos, hacen presumir que en 2020 se superará la trágica marca de 141 homicidios del año pasado. Esa (o el 30% de disminución de delitos que pronostica Vargas Aignasse) sería la justificación para transformar a la policía en una tropa de ocupación contra una gran parte de la sociedad convertida en infractora por el solo hecho de circular en moto. Los motociclistas serán los clavos para la nueva ley del martillo.