Una familia de cinco integrantes -los tres chicos no pasan de los seis años- hace fila ante el puesto de panchuques. Sólo el padre lleva barbijo, pero de modo tal que no le cubre la nariz. La cola es nutrida frente al local, en plena peatonal Mendoza. A un par de metros, dos señoras pasean del brazo mirando vidrieras. Sin tapabocas. Por la calzada el flujo es el de un día cualquiera, como si el coronavirus no existiera o la pandemia fuera algo lejano, ajeno, inocuo. Los embotellamientos son los de siempre en el radio céntrico. El tránsito por las avenidas se desata con la intensidad habitual. La conclusión: no aprendimos nada.
Y eso que el paro de ómnibus impidió que el movimiento fuera mayor. Y eso que el Estado -el mayor empleador en Tucumán- mantiene al personal lejos de las oficinas. Y eso que los chicos no van a la escuela y los jóvenes no van a la Facultad. Y eso que se implora a la gente que se quede en su casa. Pero no hay caso.
Está llegando el momento que se esperaba desde marzo. La famosa curva de contagios se mantuvo a raya durante abril y los primeros días de mayo, ahora los casos empiezan a multiplicarse con mayor velocidad. Imposible saber cuándo y de cuánto será ese pico tan temido. La estrategia del Gobierno siempre fue explicitada con claridad: ganar tiempo para sumar recursos y para evitar que el sistema de salud colapse si el número de enfermos se dispara. La Capital Federal y el Gran Buenos Aires son focos complicados en estos momentos y hay un fundado temor por lo que pueda suceder durante los próximos días. Ese es el mundo real en el que Alberto Fernández, Horacio Rodríguez Larreta y Axel Kicillof trabajan y se muestran codo a codo. Otra no les queda: conforman la primera línea en la trinchera defensiva. No están para la politiquería barata y vergonzosa, propia de la maldita grieta, que distrae y desenfoca. A varios no les interesa cuantas vidas se pierdan con tal de que fracase el enemigo, ya sea el Presidente o el Jefe de Gobierno de CABA. Tristísimo.
Si el gobernador y la ministra de Salud le piden encarecidamente a la población que no salga es porque, aunque no se note el oleaje, navegamos por el corazón de la tormenta. Los 42 casos confirmados de coronavirus registrados hasta la tarde de ayer en Tucumán no son indicativos de nada. Como los testeos no son masivos es imposible determinar con precisión la cantidad de infectados, máxime teniendo en cuenta que tres o cuatro (no está del todo determinado) de cada cinco son asintomáticos. Se sabe que el virus se propaga a la velocidad del rayo, por lo que las aglomeraciones que vienen registrándose desde el lunes provocan pavor entre los especialistas. Y, de paso, les dan ganas de hacer marcha atrás con las flexibilizaciones para circular que se extendieron durante los últimos días.
Es una cuestión de proyecciones. La salud pública provincial ofrece en estos momentos 425 camas para casos críticos y 334 respiradores artificiales. Es un límite concreto en la lucha contra el coronavirus. De desatarse una cadena de contagios, capaz de desbordar esas previsiones -a las que se suma el aporte del sector privado- el escenario es el de un colapso. 180 casos de coronavirus diarios en Tucumán -los 1.000 semanales que tanto teme el decano de la Facultad de Medicina, Mateo Martínez- desatarían la crisis.
Mientras tanto...
Una generosa porción de la sociedad hizo los deberes, se preocupó por cumplir las reglas, se cuidó y nos cuidó a todos. Todo ese esfuerzo no sirve para nada cuando el resto sigue el camino opuesto. En otras palabras: quienes respetaron -y siguen respetando- la cuarentena están a merced de los transgresores. Tan injusto como tangible en este Tucumán que, de paso, elevó a la máxima potencia los habituales niveles de anomia. ¿Un ejemplo? Si antes de la pandemia a las normas viales se les daba escasa importancia, hoy directamente dejaron de existir. Los semáforos son elementos decorativos: todo el mundo los pasa en rojo. Girar en U o doblar a la izquierda en las avenidas es una pésima práctica más. Y así con el resto. En síntesis: educación cero, cada vez manejamos peor.
Será que de tanto escuchar sobre coronavirus se produjo alguna clase de aceptación y hay quienes bajaron la guardia, decididos a convivir con la enfermedad y que pase lo que tenga que pasar. Como si ya formara parte de nuestra vida, de aquí para siempre, en el rango de lo inevitable. Esa actitud pasiva y resignada apenas oculta la necesidad de recuperar algo de la normalidad perdida. Es una ilusión de cotidianidad que se traduce, por caso, en la urgencia por organizar asados, juntadas, reuniones. O por salir a consumir. Esta situación obliga a un cambio en la estrategia comunicacional. Tras casi dos meses de cuarentena lo que se impone es una poderosa voz de alerta: estamos como el primer día, enfrentando una enfermedad para la que no hay vacunas ni tratamientos específicos.
Convencer a los escépticos es harina de otro costal. El escéptico está encerrado en su razonamiento (“a mí no me va a pasar”, “en Tucumán el virus no circula”, “todo es una operación del Gobierno”, etc) y no permite que nada penetre en su algoritmo mental. No hay cantidad de contagios o de muertos que altere la tozudez del escéptico, porque en el fondo lo que está haciendo es disimular su miedo. En ese tren, el escéptico desafía la cuarentena, se expone -y expone a los suyos-, despotrica contra cualquier medida que se implemente y desconfía de todos -salvo de quienes alimentan su propio punto de vista-. Horadar esa coraza no es sencillo, sobre todo porque el escéptico vive a la defensiva y debería aceptar, de movida, que puede estar equivocado. Gran parte de los tucumanos lanzados a las calles conforman esa masa de escépticos y sostienen la certeza de que, como sociedad, no aprendimos nada.
Días complejos
Ya se explicó: en el caso de una epidemia, los casos confirmados representan el 10% de los reales, así que el cálculo indica que hay más de 30.000 tucumanos padeciendo dengue. La guardia del Centro de Salud es la foto del momento histórico: está colmada a toda hora. Justamente, ese hospital es el centro de referencia si de coronavirus se trata. Es la tormenta perfecta apuntada al comienzo.
Imposible saber cuándo se normalizará el transporte, aunque cualquier iniciativa que se concrete será un parche. En algún momento, que no puede ser lejano, resultará imprescindible tomar una decisión y reformular por completo el servicio urbano e interurbano. No da para más y todos -Gobierno, empresarios, gremio- son consciente de eso. La apertura de algunos rubros del comercio es una curita para una economía desangrada. La “paz social” de la que se congratuló el oficialismo desde los primeros años de José Alperovich a esta parte pasó, en gran medida, por el pago en tiempo y forma de los sueldos a la administración pública. No fue un mérito, sino una obligación del Estado, pero se lo tiñó de una épica virtuosa. Hoy la caja está desfasada y los sueldos se pagan en partes y a destiempo. En ese contexto aparecen la zafra y la reactivación de algunas fábricas, siempre con la amenaza del coronavirus dando vueltas.
Son tiempos complejos, un annus horribilis que no sabemos cuándo ni cómo terminará, y mucho menos en qué derivará. Entre tanto, el espectáculo de las calles colmadas de autos y de transeúntes genera una ola de preocupación extra. Aunque no deja de ser lógico tratándose de Tucumán, tan proclive a avanzar un paso y retroceder dos.