No es casualidad que Aedes signifique “odioso”

No es casualidad que Aedes signifique “odioso”

El mosquito que transmite la malaria se llama Anopheles, término que viene del griego y cuyo significado derivó en “lesivo” o “dañino”. Ya desde el nombre queda claro que el Anopheles es un peligro. Idéntica literalidad le cabe al vector del dengue: Aedes, en griego, quiere decir “odioso”. Aedes hay varios dando vueltas por el mundo y sabemos que la que nos tocó en (mala) suerte es la variedad aegypti. Egipcia, por si quedan dudas. Al Anopheles, que causó estragos en Tucumán hasta bien entrado el siglo XX, la ciencia y la cultura combinadas le ganaron por nocaut. El Aedes aegypti es un problema tan serio que excede la epidemia. Deshacerse de él será complicado si no se instrumenta una política sanitaria mucho más agresiva, de lo contrario el próximo verano volveremos a padecer. Y más.

A la malaria se la consideraba, falsamente, una enfermedad de la pobreza asociada con el ámbito rural. La reputación del dengue era similar, fue necesaria una epidemia como la que estamos padeciendo para demostrar lo contrario. El mosquito no se fija en el patrimonio de la víctima a la hora de picar y es así que el dengue cruza hoy la sociedad, de punta a punta. No obstante sigue existiendo, en ciertos sectores, un componente vergonzante. Como si declararse enfermo de dengue conspirara contra el estatus. Es una de las muchas razones que impiden determinar cuántos casos hay en Tucumán, cálculo que en manos de los especialistas invita a caerse de espaldas.

La cuestión es así: el registro oficial en cualquier epidemia es de uno de cada diez casos, lo que lleva a determinar que hay más de 20.000 infectados en la provincia. Pero esa es una apreciación de mínima, porque toda esta coyuntura sanitaria está cruzada por la lucha contra el coronavirus. En realidad los epidemiólogos trazan una curva mucho más elevada. ¿Cuántos casos de dengue hay en Tucumán en estos momentos? ¿25.000? ¿30.000? No son números descabellados.

Mientras tanto...

Hace casi un año -20 de mayo de 2019- la OMS certificó a la Argentina entre los países que eliminaron la transmisión local de malaria, que no son muchos; apenas 38. Para ser declarado libre de una enfermedad de esta naturaleza un país debe acreditar que no se producen casos autóctonos durante un período sostenido. El último brote de malaria en la Argentina data de 2010, cuando en Salta se detectaron 73 enfermos. Desde ese momento el Anopheles no volvió a picar.

Las herramientas que ayudan a elaborar estrategias reposan en la historia, siempre listas para ser empleadas. El Anopheles y el Aedes aegypti no son idénticos, pero sí parecidos. Si a uno se lo derrotó, ¿por qué no habría de ocurrir lo mismo con el otro?

La batalla contra el Anopheles contó con un general llamado Carlos Alvarado, médico jujeño que dedicó su vida a desterrar la malaria y no sólo de la Argentina, porque llegó a hacerse cargo de un programa continental con ese fin. Pero por sobre todo, y esto es lo central, erradicar la malaria fue una política de Estado (nacional) mantenida y reforzada durante décadas.

Los planes diseñados por Alvarado y por sus discípulos atacaron al Anopheles en todos los frentes: la vida del mosquito, saneando los cursos de agua en los que se reproducía; la fumigación del interior de las viviendas con DDT (cuyo uso se prohibió con el tiempo, al descubrirse su componente tóxico); y el involucramiento de la población que condujo a la formación de “brigadas de vigilancia de focos”. Así, los propios vecinos se encargaban del trabajo de campo y alertaban a las autoridades cuando detectaban al Anopheles. Otra pata del proyecto fue la jerarquización del agente sanitario como una figura clave, capaz de recorrer casa por casa, zona por zona, enseñando y concientizando a la población sobre la gravedad del enemigo que enfrentaban.

Con estas armas, entre 1937 y 1939 la malaria prácticamente desapareció de San Miguel de Tucumán y también de las capitales de Jujuy, Salta, Catamarca, Santiago del Estero y La Rioja. Las acciones se coordinaron desde una repartición llamada Dirección General de Paludismo y Endemias Regionales. Años después, Ramón Carrillo -ministro de Salud del peronismo- fue quien le pidió a Alvarado la confección de un plan nacional de lucha contra la malaria, profundizando así la batalla contra el Anopheles en las zonas periurbanas y en el campo. Los últimos bastiones del mosquito -Misiones y Salta- terminaron cayendo al cabo de una incansable labor de décadas. Alvarado murió a los 85 años en su Jujuy natal. Es la clase de figura que debería recordarse de otra manera en la historia argentina, que está llena de Alvarados.

Aquí y ahora

Al Anopheles no se le dio tregua, el Aedes aegypti goza de una salud de hierro y, como viene destacando LA GACETA en numerosos artículos, fortaleciéndose. “Hay que pasar el invierno”, les dijo Álvaro Alsogaray a los argentinos allá por 1959, cuando era ministro de Economía. Y no, nunca pasamos ese invierno. “Hay que pasar el invierno”, se dice a sí mismo el Aedes aegypti cada año, sabedor de que el frío es letal para su supervivencia. Pues bien, los científicos explican que el mosquito ha sido capaz de adaptarse al clima y por eso sería un error considerar que a la epidemia la derrotará el almanaque. Lo único que asoma en el horizonte es una tregua.

Como en el afán de aplanar la curva del coronavirus se infló la del dengue, la autoridad sanitaria sufre el mal de la manta corta. Lo que se cobija por un lado queda a la intemperie por el otro. Tanta concentración en atajar la covid-19 generó que al dengue se lo atacara a destiempo y con menos recursos de los imprescindibles. Es justo subrayar que Tucumán es sólo una pieza en el rompecabezas de la crisis. Los casos confirmados en el país son más de 25.000, así que repitiendo el ejercicio de los epidemiólogos (sólo uno de cada 10 se declara) la estimación es de un cuarto de millón de enfermos. A fin de cuentas, no fue un fallido del ministro Ginés González García cuando sostuvo antes del desembarco del coronavirus en América latina aquello de “a mí lo que me preocupa es el dengue”.

Lo “odioso” del Aedes (o de la Aedes, porque -al igual que con el Anopheles- las que pican son las hembras) pasa también por su comportamiento. No es de esos mosquitos grandes y zumbones que tienen la deferencia de alertar de su llegada dejando un margen para la defensa. Aparece en silencio, por lo general entre la media mañana y las primeras horas de la tarde, y después de chupar la sangre para alimentarse -y de paso transmitir dengue, o zika, o chikungunya- casi no quedan marcas en la piel. El dato valioso es que no se aleja demasiado de su hábitat, y esa zona de confort y reproducción se relaciona con agua acumulada en los recipientes. Los especialistas no están del todo de acuerdo en cuanto a la efectividad de las fumigaciones, pero todos coinciden en que descacharrar es fundamental. Y esto que parece sencillo no lo es tanto, porque son demasiados los tucumanos que no se ocupan de hacerlo. Las consecuencias -tan extremas como los dolores que provoca el dengue- están a la vista.

El fin de un mosquito -el Anopheles- fue una de las causas que acabó con la malaria. El fin de otro mosquito -el Aedes aegypti- marcará el camino del ocaso para el dengue. Como bien sabemos, nada se hace solo ni por casualidad. Sin políticas de Estado lo demás es voluntarismo puro.

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