Las acciones de los gobernantes siempre están condicionadas por el humor social. Son, más ahora que nunca, la principal muralla con la que se topan los políticos: pueden arrasar con instituciones, vulnerar leyes, gambetear disposiciones, forzar sistemas electorales y avasallar a otros poderes. Pero con el estado de ánimo de los votantes es poco probable que se metan o al menos intentan hacerlo lo menos posible.
En esta extraña era de covid-19 las decisiones también pasan, en gran medida, por el grado de aval popular que tenga lo que se decida en materia de “preservación de la salud”. Para aclarar los tantos: al comienzo de la pandemia, la popularidad de Alberto Fernández llegó a niveles cercanos al 90%, según encuestas diversas difundidas por diarios nacionales. Además, casi un 70% de la población estaba a favor del aislamiento social. O sea que pese al malestar que genera la cuarentena, gran parte de los argentinos consideraba que era necesaria y que el Gobierno estaba actuando de manera correcta. Esto cambió las últimas dos semanas y a un ritmo acelerado día tras día.
Primero, expertos de otras disciplinas médicas, como psicólogos, y de otras ciencias, como sociólogos y hasta antropólogos, comenzaron a advertir que el aislamiento y su impacto debían estudiarse en profundidad e interdisciplinariamente. Sostienen que el aislamiento debe trocar en un sistema social más amigable e integral de la persona, en la medida en que la curva de contagios lo permita y analizando la necesidad humana de relacionarse y de trabajar.
Después de ese análisis, también está el que va desde empresarios a trabajadores informales, pasando por las familias y la juventud. El desgaste que provocó el necesario y correcto aislamiento como remedio de prevención ante el virus llegó a niveles elevados. Aquellas encuestas de popularidad positiva para los gobernantes va en picada. El Presidente y su equipo tomaron nota del cambio de humor. En cada vez más sectores, empezando por los menos favorecidos socialmente, se imponen necesidades económicas, psicológicas y afectivas por sobre el miedo a la enfermedad.
De ahí que la flexibilización del aislamiento comience a ver la luz. Además, la oposición también decide sus acciones en base a ese “clamor popular” y empieza a dejar la timidez y a instalar que la cuarentena inflexible podría responder a la necesidad política de sentarse sobre otros múltiples problemas (el derrumbe económico, la crisis financiera, el desempleo, la inflación, la pobreza, para nombrar sólo algunos) y a mantener a la sociedad sumida al imperio del covid 19 como única preocupación. En pocas palabras, dudan de que el aislamiento estricto responda únicamente a la férrea creencia de que es la forma de preservar la vida de los argentinos.
Se podría decir que hoy por hoy las decisiones se toman en base a una nueva forma de gestión, la de la “panlítica”, que modifica y marca la agenda política en base a la pandemia.
Tanto es así que hasta los reacomodamientos de las fuerzas que pugnan por el poder también se basan en ese juego de términos. El acercamiento de Germán Alfaro con Juan Manzur fue “panlítica” pura. Qué mejor oportunidad para arreglar lo que parecía absolutamente roto que charlar sobre el bicho que mantiene en vilo a todos. Ni hablar del encolumnamiento de gran parte de los legisladores, de todos los partidos, detrás de Osvaldo Jaldo en medio de la sesión del escándalo por las máscaras y de las acciones que los legisladores llevaron adelante para mostrar que ellos, y no el Ejecutivo, levantaron la bandera del fortalecimiento del sistema sanitario con fondos, del resguardo de los empleados públicos con la banca oficial y hasta de la atención de los problemas de los empresarios.
Los gestos de los dirigentes se leen hoy en las partituras que va marcando el coronavirus.
El día después del fin de la pandemia, cuando llegue, habrá dejado un sinfín de hechos para analizar y sacar conclusiones sobre el accionar de los ciudadanos y de sus dirigentes.