Carlos Conti, última parte: recibió la dura condena masticando chicle

Carlos Conti, última parte: recibió la dura condena masticando chicle

AL PENAL. Carlos Conti observa desafiante al fotógrafo de LA GACETA que lo retrató después de haber escuchado la sentencia.

Si al juicio en contra de Carlos Conti se lo llegara a comparar con un partido de fútbol, podría decirse que fue como una final de Copa Libertadores o de Champions League. No sólo por las emociones y polémicas que despertó, sino por cómo se definió. Usando términos de ese maravilloso deporte, se cerró el resultado en tiempo suplementario y con un gol de oro. El gran perdedor fue el joven de 23 años, que recibió una pena de reclusión perpetua. Una condena durísima, pero que está cerca de su cumplimiento.

El debate comenzó el 6 de junio de 2006. El tribunal, integrado por Marta Cavalloti, Carlos Ruiz Vargas (presidente) y Emilio Páez de la Torre, estimaba que las audiencias no se extenderían por más de dos semanas. Pero el juicio fue tan picante que la sentencia recién se escuchó el 18 de agosto. Y se llegó al fallo luego de un para nada común acontecimiento, que se produjo al final de las sesiones.

La fiscala Marta Jerez de Rivadeneira sostuvo la acusación surgida en la investigación realizada por la fiscala Adriana Reinoso Cuello. Planteaba que el joven de 21 años, en los dos primeros meses de 2004, había asesinado a dos remiseros. Según la hipótesis, el estudiante universitario robaba los vehículos de los conductores para desarmarlos y venderlos en partes para comprar droga. Pese a que los investigadores sospecharon que podría haber estado involucrado en al menos otros dos homicidios más, al debate llegó acusado de haber cometido esos dos crímenes.

Carlos Salazar desapareció el 1 de enero de 2004. Cenó con su familia y luego se fue a trabajar. Nunca más se supo de él. Varios testigos dijeron que vieron al imputado conduciendo un Ford Fiesta blanco, similar al que conducía la víctima, en Río Colorado, donde su familia tenía una finca. Claudio Pereyra, por su parte, fue visto por última vez el 25 de febrero del mismo año en Tafí del Valle. Ese día, fueron registradas tres llamadas desde el celular del remisero a teléfonos que pertenecían a amigos de Conti. Además, varias personas dijeron que el acusado conducía un Ford Escort gris, similar al de Pereyra. Unos días después, el auto fue incendiado en San Juan al 4.600.

Durante la investigación fueron encontrados dos cuerpos tirados en distintos cañaverales. Cuando los forenses analizaron los restos descubrieron que habían muerto a causa de disparos en la nuca y que, de acuerdo con algunos informes balísticos muy preliminares, los proyectiles habían sido disparados por el arma del padre del imputado. Los peritos, además, determinaron que los cuerpos pertenecían a Pereyra y a Salazar.

Los defensores Luis Acosta y Walter Ojeda sabían que desvirtuar esa teoría no sería sencillo. Era una misión tan dura como la de remar en un mar de dulce de leche. Pero casi lo consiguieron. Basaron su estrategia defensiva generando dudas y más dudas. Cuestionaron el sistema de identificación señalando que a Pereyra lo habían reconocido a través de las huellas dactilares, pero en el informe del médico forense se estableció que al cadáver le faltaban las manos. También destrozaron con informes de otros especialistas las pericias balísticas y apuntaron que a Conti lo acusaron únicamente por su condición social y nivel de vida.

Acosta centró sus dichos en lo que, según él, fue “una investigación realizada con mala fe con el único objetivo de incriminar a Conti”. El abogado calificó a su defendido de ser un “marginal de la ley” (por su adicción a las drogas), por lo que “da el perfil como para imputarlo, ya que seguramente no habrían buscado por estos homicidios a los abanderados de los colegios Santa Rosa o Boisdron”.

Esa estrategia también fue sostenida por Carlos Conti, padre del acusado, quien fue el primer pariente en declarar. Desvirtuó varios de los testimonios en contra de su hijo. Dijo que él siempre le recriminó con quiénes se juntaba y que, justamente, fueron los que lo incriminaron. También tiró munición gruesa contra los policías que investigaron el caso. “Hacían allanamientos y se paseaban por la casa como si no les importaran los vecinos. No sé si me robaron o si rompieron algo. Fue una situación muy fea”, aseguró. También dijo que un conocido abogado le había pedido $ 20.000 para arreglar la situación de su hijo, cuando ya estaba detenido. “No acepté, ya que estaba seguro de que él no había hecho nada de lo que dicen”, afirmó.

A medida que declaraba, Conti padre comenzó a enojarse. “Yo tengo armas y sé manejarlas; mis hijos también. A nosotros no nos van a llevar por delante ni vamos a permitir que nos acusen con el dedo”, señaló generando la reacción de los familiares de las víctimas, que obligó a suspender la audiencia.

TENSIÓN. Los jueces Marta Cavalloti, Carlos Ruiz Vargas y Emilio Páez de la Torre escuchan el testimonio de Carlos Conti, padre del imputado. la gaceta / foto de jorge olmos sgrosso

Dudas y más dudas

A la hora de los alegatos, la fiscala de Cámara solicitó que se le dictara la reclusión perpetua por haber cometido los delitos de homicidio agravado por el ensañamiento o la alevosía y para preparar, facilitar, consumar u ocultar otro delito, postura que fue compartida por Jorge Lobo Aragón que fue el profesional que asistió a la familia Pereyra como querellante. Los defensores, en cambio, por todas las irregularidades, solicitaron su absolución. Los jueces, antes resolver el fallo, tomaron una decisión poco común: ordenaron que se realice una nueva pericia balística y un estudio de ADN para determinar si efectivamente ambos crímenes fueron cometidos con la misma arma y si los cuerpos pertenecían a las víctimas.

El planteo, según confiaron fuentes judiciales, fue sugerido por Jerez de Rivadeneira y festejado por los defensores y familiares del acusado como un triunfo. En los pasillos del Palacio de Justicia siempre circuló la misma versión. Por ser tan importantes los estudios que debían realizarse, la fiscala de Cámara planteó al presidente de la Corte Suprema de Justicia de la provincia, Carlos Dato que la autorizara a viajar a Buenos Aires a supervisar ambos estudios.

“En esa época los estudios de ADN se hacían únicamente el Colegio de Farmacéuticos y Bioquímicos de Buenos Aires y eran muy costosos. Sólo se recurría en situaciones que eran fundamentales para resolver el caso. Y este fue uno de ellos”, comentó la acusadora. La fiscala reconoció que eran medidas urgentes porque eran las pruebas que se necesitaban para confirmar la culpabilidad o la inocencia de un sospechoso. “Por las pericias balísticas me presenté en la Policía Federal. Recuerdo que la comisaria Nora Albornoz era la jefa de la división. Hablé con ella y le expliqué la importancia que tenía. Muy amablemente me dijo que me quedara tranquila. Ella personalmente la hizo”, agregó Jerez de Rivadeneira.

Los resultados de ambas pruebas llegaron a fines de julio y los primeros días de agosto de 2006. Los federales confirmaron una vez más que ambos crímenes se habían cometido con esa arma y que los restos encontrados eran de Salazar y Pereyra. El caso definitivamente estaba resuelto y sólo quedaba escuchar la sentencia.

Antes de que se solicitaran los nuevos estudios, el acusado había declarado: “No hice nada. Soy inocente. Ustedes mismos deben tener las mismas dudas que yo, ya que las pericias no fueron claras”. Pero después de que se conocieran los resultados de las pericias insistió: “Parece que se quiere condenar a Carlos Conti nada más que por ser Conti. ¿Por qué?”. Las palabras del imputado, poco antes de conocerse la sentencia, dejaron perpleja a la mayoría de quienes estaban en la sala.

“Estaba tan seguro de que su suerte estaba echada, que ni siquiera se inmutó cuando el secretario leyó la sentencia: ‘reclusión perpetua’. El acusado continuó masticando su chicle, impávido, mientras Eva Argentina Pereyra, la madre de uno de los remiseros a los que Conti asesinó, rompía en llanto y abrazaba una foto de su hijo”, describió José Názaro en la nota que publicó LA GACETA, el 10 de agosto de 2006.

En la sentencia, el tribunal también dispuso que la familia de Pereyra recibiera una indemnización de $200.000 (unos U$S63.900), menos del 10% de los $2,5 millones que había solicitado. La madre del remisero tafinisto, con lágrimas en los ojos, sólo atinó a declarar: “Siento mucha lástima por la familia de este chico, que estará tanto tiempo tras las rejas, pero yo estoy destrozada por el dolor. Marcelo era mi vida”, aseguró. “Su condena no es suficiente para mí. Esto no me va a devolver a mi hijo”, agregó. Fue una pena dura, “casi inédita para esos tiempos”, opinó Lobo Aragón.

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