20 Abril 2020

Pablo Yedlin

Presidente de la Comisión de Acción Social y Salud de la Cámara de Diputados

Mientras nos preparamos para enfrentar la Pandemia del covid-19, con la cuarentena más enorme de la historia de la humanidad, una silenciosa mosquita - algunos dirán que no tan silenciosa durante las noche, pero les retrucaré diciendo que la hembra de Aedes Aegypti no es la mosquita que zumba y no deja dormir a la noche- ha generado transmisión de Dengue en gran parte de la Argentina con una gravedad y una letalidad inusitada.

Acá suele venir la crítica fácil: ¿a quién le importa el dengue si lo que vende en estos momentos en la opinión pública es el coronavirus? ¿A quién le puede interesar una enfermedad con tan poca prensa, que además no se trasmite en Madrid, París, Milán o New York?

Pues les diré que a los miles (si más de 39.000) de argentinos que han sufrido esta enfermedad en nuestro país y que no les será fácil de olvidar. Es que pasaron por una semana de fiebre alta, dolor de cuerpo y dolor articular insoportable, cefalea intensa, retroocular, sarpullido en la piel, dolor abdominal, a veces náuseas y vómitos. O aquellos que además padecieron plaquetas (unas células de la sangre que evitan los sangrados) tan bajas que los pusieron en riesgo de hemorragias graves incluso mortales. O aquellos que sufrieron shock, es decir falta de correcta oxigenación de sus órganos y tejidos por baja tensión arterial, con afectación de sus funciones vitales (renales, hepáticas, neurológicas, etc.).

Más aun los que murieron, ya sea por falta de atención, por demora en la misma, o simplemente porque la gravedad fue demasiada para ser resuelta por el sistema de salud del lugar en donde esto ocurrió.

Porque, digamos todo: además de lo grave de esta enfermedad y de sus consecuencias, la mayoría de sus víctimas, aunque no todas, son de países pobres, provincias pobres, barrios pobres, con poca o mala recolección de residuos, con poca o mala limpieza, desmalezamiento, ordenamiento barrial, acceso a repelentes, fumigaciones. También es verdad que se requiere de la población que mantenga limpio el patio, y saque los cacharros que acumulan agua de lluvia. Pero no es menos cierto que hacer esto es mucho más sencillo en barrios ordenados que en asentamientos precarios, donde los cacharros en realidad se mueven de una casa a otra. Y también es cierto que el acceso a servicios de calidad médica no es comparable en estos barrios que con el centro de una gran metrópoli.

Claro que esta enfermedad ha cambiado, se había transformado - hasta la aparición del covid-19 en la enfermedad viral más letal del mundo. Ha sido destronada, veremos por unos cuantos años, por una enfermedad de transmisión respiratoria, y contagio persona a persona, nueva, con 100% de susceptibles, sin vacuna ni tratamiento. Como se puede apreciar estamos ante una enfermedad muy pero muy seria. La cantidad de casos de dengue no han dejado de aumentar, el año pasado Brasil declaró más de 1.200.000 casos, Paraguay presentó también un brote gravísimo con decenas de miles de casos en la capital del país hermano. Esto genera, por supuesto, una presión epidemiológica fenomenal sobre nuestro país.

Hagamos un poco de historia. La Argentina mantenía al Dengue como una enfermedad rara, casi desconocida, incluso para los médicos, que sólo se hallaba en zonas de frontera con Bolivia y Paraguay. Durante años fueron los médicos jujeños y salteños los que tenían la experiencia en ella, y en la lucha contra la misma. Muchos de nuestras ciudades fronterizas tienen temperaturas y humedad que permiten que la mosquita vuele durante todo el año permitiendo la circulación viral en forma ininterrumpida, a lo que se denomina zonas endémicas.

En el 2009 sufrimos una epidemia severa, se registraron 26.923 casos y cinco muertos en el país. Recuerdo el revuelo que fue para el sistema de salud de Tucumán. Hubo que preparar a los médicos, nunca habíamos visto pacientes con dengue, no conocíamos los signos de alarma, no se podía realizar laboratorio diagnostico en ningún lugar del país salvo en el Malbrán.

Además, la complicación que preveíamos en casos graves de dengue requería la colocación de oxígeno, un acceso vascular y la infusión de cristaloides para mantener la tensión arterial y la derivación inmediata.

Por eso en 2009 tuvimos que capacitar y otorgar estos elementos a toda la red de atención primaria, de primer y segundo nivel de atención. Recuerdo el esfuerzo compartido con el sistema de educación de la provincia y el trabajo con maestras, supervisoras, agentes sanitarios que pusieron a la enfermedad y a su mosquita en casi todas las asignaturas. Puedo decir que la concientización generada en ese momento fue enorme, prácticamente no había acto escolar en donde los chicos no presentaran alguna obra, chacarera, o poema referido al Aedes o al dengue. Y solían confundirse un poco (“Me picó un dengue” fue una frase habitual de escuchar). En Tucumán tuvimos registrados ese año, 2.990 casos, sin muertes. Al terminar la epidemia todas las provincias tuvimos la capacidad para hacer diagnóstico.

Desde el año 2010 hasta 2015 la cantidad de casos fue baja. Las razones fueron varias pero destaco que ya teníamos un programa activo de lucha contra los vectores, con financiamiento nacional, con equipos (aún se los ve circular en todo el país), con personal específico, con fumigadores, con larvicidas, insecticidas y relevamientos permanentes.

En 2016 la Argentina presentó otro pico epidémico con 41.210 casos, y 11 muertos, en Tucumán tuvimos 1.707 casos, sin muertos.

Este año 2020 y con la presión epidemiológica internacional, más el desfinanciamiento sufrido por el sistema público de salud nacional, los números -hasta la primera quincena de abril de esta año- son 39.573 casos y 28 muertos, en Tucumán 760 casos y tres muertos, si los tres primeros fallecidos por dengue de nuestra historia provincial. El resto de los muertos son: ocho de Santa Fe, cinco de Buenos Aires, cuatro de Entre ríos, dos de La Rioja, Misiones, Córdoba y Salta. Decir que no hay subregistro es desconocer la realidad de las estadísticas sanitarias del país, pero la tendencia es clara, no vamos bien.

Evidentemente la lucha contra la mosquita no ha dado los resultados esperados. Frente a esto hay dos maneras de encarar la problemática. Una sería insistir en lo que se viene haciendo, entendiendo que se puede hacer mejor, siempre se puede, o cambiar la estrategia. El ministro de salud de la Nación, el profesor Ginés González García, esbozó en la reunión con los senadores de la comisión de salud, que la segunda sería su estrategia. Aplaudo esa decisión.

Por un lado está el tema de la vacuna contra dengue. En 2017 una vacuna muy promisoria para dengue casi consigue autorización para ser incorporada al Calendario Nacional de Vacunación. Veníamos de un año gravísimo, solo la meticulosidad de la Comisión Nacional de Inmunizaciones (CoNaIn), de la que yo formaba parte en ese momento, permitió que eso no pasara. La vacuna contra el dengue después demostró ser más peligrosa que de utilidad sobre todo en pacientes que no habían tenido contacto previo con el virus (especialmente niños). Por lo que se retiró del mercado, no sin antes haber sido suministrada a decenas de miles de pacientes en Filipinas y en Bolivia.

Eso de ninguna manera quiere decir que estemos lejos de tener una vacuna segura y efectiva, hay al menos dos proyectos dando vuelta. Lograr una herramienta que permita bloquear al virus sería la solución - que fue útil para la fiebre amarilla- y la mosquita es la misma.

Hay que trabajar fuertemente por un lado en la urbanización de nuestras barriadas más desprotegidas. Debe volver a ser una prioridad absoluta de todas las jurisdicciones. Y necesitamos mejores barrios, y con más educación sanitaria para que podamos vencer a esta mosquita. Que dista mucho de ser una mosquita muerta, al menos aún.

Temas Coronavirus
Tamaño texto
Comentarios
Comentarios