Por Álvaro José Aurane
PARA LA GACETA - TUCUMÁN
Es difícil suponer que los hombres y las mujeres que presenciaron la caída de Constantinopla a manos de los otomanos, en 1453, hayan tenido conciencia de que estaban asistiendo a lo que el genérico consenso académico considera como el final de Edad Media. Difícilmente, los niños que nacieron con posterioridad a que las murallas bizantinas cayeran bajo el asedio y los cañones de los turcos se asumieran a sí mismos como “modernos”.
La Historia exhibe que con el tiempo también se pueden medir distancias. Cuando se está temporalmente “encima” del objeto histórico es imposible dimensionarlo acabadamente. Como en “Los dos reyes y los dos laberintos”, de Borges, donde un desierto no necesita de puertas, galerías ni muros, porque con ser inabarcable le basta para confundir a cualquiera.
Más aquí en el tiempo, el británico y marxista Eric Hobsbawm tornó aún más compleja la situación, porque advirtió que no sólo era azaroso anclar comienzos y finales para las vastísimas Edades de la Historia, sino también para los siglos, ciertamente más acotados. Se tornó canónica su identificación del XIX como un “siglo largo”, porque nace en el ciclo de la Revolución Norteamericana (1776) y de la Revolución Francesa (1789) y culmina en 1914, cuando se detona la Primera Guerra Mundial. Por lo mismo, el XX fue el “siglo corto”, porque su inicio está marcado por la Gran Guerra, mientras que su final está dado por la caída del Muro de Berlín (1989) y la disolución de la Unión Soviética (1991).
No son criterios antojadizos. La Primera Guerra Mundial, enseñó Hobsbawm en “Historia del Siglo XX” (Crítica, 2010), marcó el derrumbe de la civilización occidental decimonónica. “Esa civilización era capitalista desde el punto de vista económico; liberal en su estructura jurídica y constitucional; burguesa por la imagen de su clase hegemónica característica; y brillante por los adelantos alcanzados en el ámbito de la ciencia, el conocimiento y la educación, así como el progreso material y moral. Además, estaba profundamente convencida de la posición central de Europa, cuna de las revoluciones científica, artística, política e industrial, cuya economía había extendido su influencia sobre una gran parte del mundo, al que sus ejércitos habían conquistado”. De eso, nada más que cenizas quedaron tras las dos guerras mundiales.
Precisamente, en el “siglo corto” se desplomaron los imperios coloniales; las instituciones de la democracia liberal prácticamente desaparecieron entre finales de la década de 1910 y principios la de 1940; Estados Unidos se estremeció con la “Gran Depresión” y sólo una casi imposible alianza entre el capitalismo y el comunismo derrotó al nazismo genocida. La Rusia feudal y campesina que alumbró la doble revolución de 1917 llevó adelante la primera experiencia comunista a macroescala y se convirtió en sólo 30 años en una superpotencia, que luego colapsó bajo el peso de sus cimientos. EEUU olvidó su origen colonial y devino un imperio. Se crearon armas de destrucción masiva, se las arrojó sobre poblaciones japonesas y, pese a semejante horror, el mundo estuvo al borde del holocausto nuclear. Llegamos a la luna. Y creamos un mundo de virtualidad y redes sociales en internet.
El criterio de que los siglos, en términos históricos, no se ajustan a las pautas cronológicas de los almanaques, sino que son determinados por hitos que clausuran o habilitan procesos, cobra plena vigencia a partir de la pandemia global de la covid-19. ¿Marca el coronavirus el comienzo real del Siglo XXI?
La contemporaneidad con el hecho condena a un defecto de cercanía. Aun así, la pregunta ha sido planteada. Hay quienes sostienen que sí: que esta primera peste detonada en la globalización está generando en la humanidad, sin distinciones de occidente u oriente, ricos y pobres, genotipos, géneros ni ideologías, una serie de cambios que, en el tiempo, modificarán la manera en la que se vivía hasta ahora. La “manera del siglo XX” de consumir, interactuar y contaminar. Para otros, no. Hay quienes sostienen, haciendo una exégesis de Hobsbawm, que él periodizó los siglos sobre la base de acontecimientos consagrados por el hombre, y el coronavirus pertenece al ámbito de la Naturaleza. Por caso, el inicio del “siglo corto” no estuvo dado por la “gripe española” de 1920, que mató más personas que toda la Primera Guerra Mundial. También están aquellos para los que el siglo XXI comenzó, paradójicamente, “en horario” con el calendario: en 2001. A partir de los atentados perpetrados con aviones comerciales por Al Qaeda, el 11 de septiembre, contra las Torres Gemelas y El Pentágono (más un fallido ataque al Capitolio), en los Estados Unidos.
Hobsbawm murió en 2012, con lo cual no puede contestar sobre la cuestión, aunque habiendo sido testigo del nefasto “11-S” tampoco cambió de parecer respecto de que el colapso de la URSS y de los regímenes comunistas nacidos de las revoluciones de 1917 marcaron el fin de una centuria y el comienzo de otra.
Todo debate histórico está siempre abierto. El propio Hobsbawm, en “Un tiempo de rupturas” (Crítica, 2013), sostiene que fue en la cercana década de 1950 cuando, en realidad, la Edad Media “terminó repentinamente para el 80% del globo terráqueo”. O, apartando la mordacidad del historiador, ya ha concluido el siglo XIX (con la Gran Guerra o, antes, con la fiesta de fin de año de 1900) y el siglo XX se terminó junto con la Unión Soviética, o con el mayor ataque terrorista de la Historia o con la pandemia actual. Sin embargo, sigue habiendo una línea invisible pero para nada imaginaria que separa de manera abismal a las sociedades de lo que fueron las metrópolis y respecto de las sociedades de lo que fueron las colonias. Y eso han transcurrido muchas décadas después del fin del colonialismo histórico. Pero a pesar de que no hay certezas (la periodicidad de la historia es materia opinable eternamente), el debate no sólo es actual, sino casi imprescindible. Porque plantear cuándo comienza o se acaba un siglo es una conjura contra la noción del presente perpetuo.
“Vivimos en una época sin fulguración, una época de repetición”, diagnostica el epistemólogo Boaventura de Sousa Santos en su ensayo “La caída del Angelus Novus” (Clacso, 2018). “El largo plazo se paraliza en el corto plazo y este, que siempre fue la moldura temporal del capitalismo, permite a la burguesía producir la única teoría de la historia verdaderamente burguesa: la teoría del fin de la historia”, escribe el portugués. Si ya no hay historia por venir, entonces el tiempo es una repetición automática e infinita de los poderes dominantes.
“La idea de la repetición se refiere a que permite al presente extenderse al pasado y al futuro, como una forma de canibalismo”, identifica De Soussa Santos.
La necesidad del debate sobre la periodización de la historia, entonces, no pasa por los discursos referidos a que la historia se repite, o a que el hombre se reitera. La cuestión, más bien, gira en torno de una pregunta maldita. Un interrogante que se trafica como una duda. “¿Nos encontramos ante una situación nueva?”. Si por un instante alguien no tiene certeza de ello, la discusión en torno de un ciclo que termina y de otro que comienza se torna, más bien, urgente.
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Alvaro José Aurane - Prosecretario de Redacción de LA GACETA, profesor de Historia Contemporánea en la Unsta.