Había que ahorrar en fideos…

Había que ahorrar en fideos…

La cuarentena ha mostrado esta semana su condición de período revelador. Los ciudadanos ya venían notando la clarividencia del encierro por del surgimiento de una nueva contradicción fundamental: son legión los que renegaban por no tener tiempo para estar en casa, con los suyos, y ahora reniegan de todo lo contrario. Pero fue en abril cuando el poder esclarecedor del aislamiento permitió ver (tal vez porque la quietud externa hizo cesar las distracciones) nada menos que la razón del quebranto financiero del país y de las penurias económicas de la población. Para decirlo de una vez, había que ahorrar en fideos. Pero nunca nos lo dijeron.

El país espera aún de los economistas un mea culpa por esta ceguera histórica. Por este bochornoso error de diagnóstico. Ningún “think tank”, fundación, consultora, investigador ni nadie, nunca, nada intuyó sobre este verdadero activo milagroso de la economía argentina. El fideo es el único bien del mercado que tiene un precio de comercialización público, pero que en el momento mismo en que ha de ser enajenado, se aprecia automáticamente un 30%. Y permítase agregar una expresión cabal para su condición única en el mercado: “por lo menos”.

Que quede claro: esto no es un cuento. No le pasó a un amigo. Lo ha experimentado el Estado argentino. Es oficial. Mientras que el Gobierno ofrece en “Precios cuidados” el medio kilo de fideos marca “Canale” a $ 33 el paquete de 500 gramos ($ 66 el kilo), en el Boletín Oficial, el Gobierno compró un millón de paquetes de fideos “Doña Lisa” o “Sua pasta”, a casi $ 85 el kilo.

Entonces, si las reservas del país estuvieran en espagueti, en vez de andar nosotros rogándole al FMI, los organismos internacionales se financiarían con el superávit argentino. Es más: aquí, cuando se difundieran informes diciendo “El Banco Central está seco”, la calle sería una fiesta. Los fideos de letras cotizarían por las nubes, sin necesidad de esas tasas descomunales de las letras que emite hoy el BCRA. Sin embargo, los pretendidos especialistas en finanzas públicas se obsesionaron con el dólar y le transmitieron esa obsesión a los privados. La gente ahorra en dólares, que tienen una lógica inversa a la del fideo: el que compra un dólar, cuando lo vende, recibe menos pesos que cuando lo adquirió. Con el fideo es exactamente al revés: uno lo compra en góndola a un precio y luego se lo vende al Estado por muchísima más plata. Es, sin más, el fin de la pobreza. Lo mantuvieron oculto porque a los economistas les encanta que haya pobres. Se les acaban de caer las caretas a los “keynesianos”. Aquí, el que apuesta al fideo gana. Pero no supieron o no quisieron decirlo.

El fideo no sólo liquidaría la pobreza sino que, al extinguir la desigualdad más brutal, también haría caer los delitos. Inclusive, los de “guantes blancos”. Porque el fideo tiene otra virtud innata: con él comen los pobres y engordan las cuentas de los funcionarios que mantienen en funcionamiento la cadena virtuosa del fideo. Es cierto (tampoco se va a creer que esto es perfecto): no es el ideal de la redistribución de la riqueza, pero es un comienzo… Después se lo irá perfeccionando. El viejo líder decía que “mejor que decir es hacer”, pero a aquellos que vayan a apurarse en tildar esta aserción como filo-justicialista, hay que recordarles que durante la II Guerra Mundial (es decir, antes de que Juan Domingo Perón fuese Presidente) Karl Popper escribe “La sociedad abierta y sus enemigos”, que elogia el error que se comete cuando se actúa. Así que calladitos los liberales, porque esa es su “biblia”.

Probablemente porque la Casa Rosada es permeable al lobby de los economistas, que no quieren que quede en evidencia su falacia, o porque la burocracia de los perfeccionistas pesa más que la urgencia de los hombres de acción, se frenó la compra de los fideos. Pero (y esto es lo virtuoso de esta pasta sagrada, que hasta se amolda a la abstinencia de carne de la cuaresma), aun cuando no es puesto en circulación, el fideo beneficia a la comunidad. Ya han salido miles de personas a taparles la boca a los opositores malintencionados que hablan de corrupción: argumentan los oficialistas que al no haber pago, no hay daño; al no haber daño, no hay delito. Obsérvese el nuevo universo que se abre para el derecho positivo argentino con esta doctrina semolada. Supóngase que un grupo de buenas personas que no ha tenido mucha suerte con sus vidas (siempre por culpa del “sistema”), inspirados en la serie “La casa de papel”, decide robar un banco. Si fallan en el intento, sin haber lastimado a nadie, la Justicia debe permitirles volver a sus hogares en paz porque no se llevaron la plata, no causaron daños, y entonces no hay delito. El “grado de tentativa” (viene a mostrarnos la jurisprudencia del cabello de ángel), es en el positivismo un resabio opresor contra los desposeídos. Derecho espurio de los ricos que hacen la ley contra los pobres que la sufren. El fideo es garantismo.

Ahora bien, en democracia hay lugar para todas las voces. Y en ese contexto, no pueden ignorarse las voces críticas referidas a que podría estarse frente a un caso de corrupción con el que unos cuantos buscaban maximizar sus ganancias ilegales. Supóngase por un instante que fuera así: tampoco se puede culpar a los funcionarios, porque el Presidente de la Nación sólo le dijo al CEO de Techint (y por su intermedio a todos los empresarios), “que gane un poco menos”. Pero nada le dijo al funcionariado. Entonces, si no lo informó, sus represalias podrían ser denunciadas como prácticas desleales. Porque sólo el que avisa no traiciona.

La polémica forzada en torno del fideo, entonces, nos deja en el mismo punto que con varios malentendidos surgidos en esta y otras gestiones: todo fue un problema de comunicación. Nótese que, en lo que va del siglo XXI, en los sucesivos gobiernos ya no hay corruptos ni idiotas (para usar la clasificación de Juan Domingo Perón, preso político de verdad en la isla Martín García, en la carta del 14 octubre de 1945 a Eva Duarte: “lo malo de este tiempo y especialmente de este país, es la existencia de tantos idiotas, y como sabes, un idiota es peor que un canalla”). Por el contrario, todo es culpa de la comunicación. Así que tampoco hay que descartar que algún comunicador haya difundido que “la justicia social empieza por casa”. De ser así, el mensaje en el Ministerio de Desarrollo Social de la Nación podría haberse malinterpretado y algunos funcionarios, tomando el mensaje al pie de la letra, podrían haber empezado por sus hogares antes que por el de los pobres. Dicho de otro modo, alguien debería de una vez proponer el cierre de las carreras de comunicación y reemplazarlas por carreras de ciencias políticas, porque aquí hace ya dos décadas que los políticos no se equivocan ni una vez, mientras que los comunicadores no se cansan de hacer barbaridades.

Ahora bien, y a esto hay que decirlo: si hay tantos problemas de comunicación, y desde hace tanto tiempo, tal vez no se trata de un conjunto de inconvenientes sino de un complot. Y a esa conspiración ya la conocemos. Y sabemos cómo se llama. El mismísimo papa Francisco lo dijo, porque a los demonios se los debe llamar por su nombre para exorcizarlos: “lawfare”.

Así se denomina a la conjura entre los empresarios (“esta vez colaboren”, les reclamó Alberto Fernández) y los medios masivos (esos focos infectados de comunicadores) para llevar a la Justicia a los dirigentes cercanos al pueblo, que no pueden ser derrotados (ellos ni sus fuerzas políticas) en elecciones democráticas. Porque, seamos honestos: en este país volaron Río Tercero para tapar el tráfico de armas a Ecuador y nadie fue preso. ¿Cómo van a andar ahora persiguiendo funcionarios por unos fideos? Es una campaña inmunda de gorilas pro-yanquis golpistas destituyentes vendepatrias antipueblos. Si todos sabemos que de chicos, en el almacén de la esquina, vendían fideos sueltos, que de tan baratos iban con “yapa”, ¿cómo se puede ser tan cipayo como para denunciar a unos cuantos dirigentes del campo nacional y popular que, honrando la raigambre telúrica de las tradiciones barriales, compran fideos y piden yapa? Por favor. Un poco más de argentinidad…

La defensa de las tradiciones es tal vez la única política de estado que los sucesivos Gobiernos han defendido en este país, cuanto menos en un aspecto: la cultura estatal de la ineficiencia. Hace dos décadas, en un seminario de Cobertura de Políticas Sociales que organizó en Colombia la Fundación Gabo, los técnicos del Instituto de Desarrollo Social (Indes) del Banco Interamericano de Desarrollo advertían que en materia de políticas sociales se hacía una distinción entre dos vocablos, que la Real Academia Española no estipulaba. La eficacia, por un lado, era la capacidad para lograr los objetivos que se habían propuesto. La eficiencia, por otro, era la capacidad para hacer eso mismo, pero con los menores costos posibles.

La Argentina exuda debates sobre la eficacia o la ineficacia de políticas y hasta de gobiernos, pero nadie se preocupa siquiera por proponer un Estado eficiente. Más aún: promover tal cosa es ser estigmatizado como un ajustador pro-hambre adorador de neoliberalismos. Lo cierto es que en la ineficiencia del Estado está el financiamiento negro de la política oscura. Porque la corrupción no se reduce a funcionarios que se llevan plata de los pobres (que se entienda: robarle al Estado siempre es robarle a los pobres, porque se les roba dinero que iría a infraestructura, a bienes y a servicios que les mejorarían la vida). Es también un sistema de extracción de recursos para que los “aparatos” de esos funcionarios corruptos puedan mantenerse en el poder. No sólo intercambiando prebendas e influencias, sino también ganando elecciones. La demencial parafernalia de recursos que se dispendian en una campaña no se manotea el mes anterior de las cuentas públicas, sino que se acumula año a año drenando recursos de la ineficiencia estatal. Entonces, lo que se corrompe es la democracia.

Pero la ineficiencia del Estado es una moneda que con una cara compra caro y con la otra paga lento. Y esa demora monta otra cadena horrenda, que, de acuerdo con el monto de la liquidación, va desde el funcionario que hace el favor de “mover el expediente”, a la empresa grande que compra la factura de la empresa chica porque tiene “espaldas” para aguantar la espera, pasando por el banco que, “por la puertita del costado”, compra la deuda de la empresa grande que no puede seguir aguardando. El dramaturgo Bertolt Brecht supo acuñar la ironía de que “robar un banco es delito, pero más delito es fundarlo”. En la ineficiencia del Estado, sin embargo, eso no es ni remotamente lo peor.

Cuenta una leyenda que hace muchos, muchos años, en un país muy, muy lejano, había una provincia muy, muy pequeña, que sufría la demora de envíos de dineros del Reino nacional para pagar las muchas obras públicas de viviendas, pavimento y cordón cuneta. Atraso que, por cierto, el Reino nacional desmentía una y otra vez. Entonces, las autoridades de la comarca hicieron un acuerdo con el banco: cuando las empresas tuvieran un “certificado de obra” aprobado, pero no llegara plata de la corona para abonarlo, podían entregarlo a la entidad financiera, que lo pagaría cobrando por la operación el equivalente a la tasa de interés del sistema para depósitos mayores a $ 1 millón (en la Argentina, tasa Badlar), más un 5%. El resultado es que se montó una operatoria paralela, en la que un funcionario pedía a los empresarios una “colaboración” de entre el 2% y el 5% para que se destrabara el pago del “certificado de obra” y no tuvieran que pasar por la operatoria de la institución crediticia. Ante la queja de los empresarios, la respuesta era la misma: “aquí es más barato que en el banco”.

Claro que es sólo una fábula irónica. Porque eso, aquí, no ha pasado nunca…

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