“No soy un violento. Hay gente que empezó a inventar. Esto puede convertirse en un cuento de hadas o en uno de terror”, declaró Andrés Miguel durante la entrevista publicada en LA GACETA del domingo 14 de abril de 1996, nueve días después de que falleciera Lucas Fernández. El joven había recibido dos disparos en la cabeza, en plena madrugada del 30 de marzo. Y efectivamente este caso se transformó en un cuento de terror para Miguel, ya que pasó al menos siete años detenido, hasta que la Corte Suprema de Justicia de la Nación lo absolvió. Hoy, en Raco, en silencio, continúa con su vida.
Miguel ya pasa la línea de los 50 años. Era hijo del camarista Víctor Miguel. Sus amigos y allegados lo recordaron como un adolescente complicado, rebelde y de poco apego a las normas de conducta. Por una agresión contra un compañero había sido expulsado del Liceo Militar Gregorio Aráoz de La Madrid.
A los tumbos terminó la secundaria y desfiló por las aulas de diferentes Facultades de la Universidad Nacional de Tucumán sin que llegara a terminar ninguna carrera. Su pasión era la música. El folclore siempre lo movilizó. Un violín se transformó en un compañero inseparable. Su padre, para tratar de darle un orden, logró que ingresara a la Policía. Estuvo un tiempo haciendo tareas administrativas en la ex Brigada de Investigaciones, pero rápidamente fue adscripto a la Justicia Federal.
Durante la entrevista condedida nueve días después de la muerte de Lucas Fernández, Miguel contó cuáles fueron las razones por las que decidió romper el silencio. “Una amiga me llamó por teléfono para decirme que estaban involucrándome en el crimen. No tengo de qué ocultarme. Para mí aquí hay una boca sucia y una mano negra que quiere incriminarme”, explicó.
Cuatro días después, cuando cinco amigos de la víctima ya lo habían reconocido -en un procedimiento irregular- como el autor de los disparos, se presentó a declarar ante el fiscal Pedro Gallo y quedó detenido. El juez Juan Carlos Tártalo le dictó primero la prisión preventiva y luego, en un polémico fallo, en agosto de 1996, lo liberó. En diciembre de ese año, cuando se le estaba por revocar el beneficio, Miguel huyó.
Fuga a Bolivia
“Fue un acto de total irresponsabilidad de una persona desesperada que era inocente”, sostuvo Juan “Chino” Robles, uno de sus defensores, en una entrevista con LA GACETA. Según se estableció, Miguel y su novia Mariana Natalia Cordatto (estaba embarazada de seis meses) ingresaron a Bolivia. Con el nombre de Jorge Damián Murillo Quiroga, se instaló en un barrio residencial de Cochabamba. Según los informes de la época, no trabajaba, sino que vivía con el dinero que le enviaban sus familiares desde Tucumán. Las fuentes no descartaron que en más de una oportunidad haya cruzado la frontera para visitar a sus seres queridos. Fue recapturado y trasladado a Tucumán en abril de 1998, después haber permanecido 16 meses prófugo.
Al volver a la provincia, la Justicia ordenó que fuese alojado en el penal de Villa Urquiza. “Fue un preso común alojado en el sector donde están los policías, es decir, alejado del resto de la población carcelaria”, explicó una fuente del Servicio Penitenciario. A causa de un accidente sufrió una fractura en una pierna, por lo que debió ser internado en el Centro de Salud. Allí, con custodia policial, estuvo casi un año. Al poco tiempo de haberse recuperado de la lesión se le otorgó la libertad, al haber permanecido más de dos años (aunque no hayan sido consecutivos) sin haber sido enjuiciado.
El acusado tuvo una activa participación en el juicio oral. Acompañado siempre por su madre, Rosalía Ayub, y por su pareja, habló lo justo y lo necesario cuando tuvo que hacerlo. No perdió detalle de cada una de las declaraciones que realizaron los testigos y su rostro se desfiguró totalmente cuando escuchó a los amigos de Lucas identificarlo. Al escuchar el fallo, sufrió una crisis de nervios. Se ahogó por el llanto y se arrojó al piso para que los policías no lo trasladaran. Se retiró de la sala gritando y jurando su inocencia. Pero nadie le creyó.
Cuando se conocieron los fundamentos del fallo, Miguel volvió a romper el silencio. En una entrevista con LA GACETA señaló: “(Julio) Vergara Altuve fue el autor. No lo dije en el juicio porque lo supe en esos días por los rumores y después porque él tenía un motivo para matarlo, un auto similar al descripto por los amigos, el arma que extravió y porque hasta los padres de Lucas le dieron esa noche su dirección a la Policía. A mí me hacen caer para sacarlo del medio. Yo tapé un agujero”.
El condenado abonó la teoría de que hubo una pelea en la puerta del boliche 2044 y que continuó en el parque Guillermina. “Se enfrentaron y hubo disparos de los dos lados. No está claro de dónde salió el disparo que mató a Fernández. Si sus amigos contaban eso, Vergara Altuve pediría que se investigue de dónde había salido el disparo”. Por esas declaraciones, Miguel tuvo otro problema judicial. El hijo de la sindicalista Ada Altuve le ganó un juicio por calumnias e injurias por el que recibió una pena de un año en libertad condicional y lo obligaba a abonar una suma equivalente a U$S10.000. Pero el fallo absolutorio de la Corte de la Nación dejó sin efecto esa condena que aún no había quedado firme.
Desde 2006 Miguel tuvo que rehacer su vida. LA GACETA intentó hablar con él, pero, por recomendación de su abogado, Robles, se mantuvo en silencio. Se sabe que el caso le costó caro, y no solamente en lo económico. Su padre, el camarista federal, no pudo verlo absuelto. Se separó de la pareja que lo había acompañado en esos días oscuros. “Él tuvo la posibilidad de hacerse millonario con todos los juicios que podría haber ganado. Estuvo siete años detenido pese a ser inocente. Pero no, prefirió seguir adelante y rehacer su vida”, destacó el profesional que lo asistió. Absuelto, hoy con más de 50 años, Miguel se radicó definitivamente en Raco, su lugar en el mundo. Dirige una empresa dedicada a la logística para fiestas y, como lo hizo siempre, acaricia el violín para alimentar su pasión por el folclore.