La pandemia no obrará milagros, a menos que la ciudadanía quiera que así sea. La historia está repleta de amenazas colectivas procesadas sin pena ni gloria, o que quedaron en la memoria como anécdotas y dramas personales, pero desprovistas de efectos generales. Por algo ciertos males tan deletéreos como el nuevo coronavirus, por ejemplo, la inflación, la pobreza o la impunidad, hasta han llegado a naturalizarse. Lo cierto es que no se aprende de la adversidad por la adversidad misma, sino por la voluntad de extraer una lección y de superar el trauma. De esas determinaciones están hechos los pasados que enorgullecen a las comunidades: por el contrario, el déficit de saneamiento lleva a la decadencia y a la disolución de las civilizaciones, como enseñó en el siglo XX el filósofo de la historia Arnold J. Toynbee.
A la pregunta sobre cómo será el día después de la cuarentena cabe oponerle la respuesta de siempre: “depende de la población”. Una interpretación muy difundida postula que ya no quedan márgenes para sostener la ineficiencia del Estado, tal es el agobio y el desasosiego que enfrenta el sector privado. Esa impaciencia interpela de un modo particular a la Justicia, organización a la que un sector relevante de los ciudadanos considera un reducto privilegiado, cuyas áreas más sensibles carecen -a bulto- de los niveles debidos de independencia. Desde luego hay jueces y agentes judiciales íntegros, pero esas individualidades no alcanzan para revertir el desprestigio estructural arraigado en la combinación de salarios altos con escasa rendición de cuentas sobre la productividad; mora e incapacidad para realizar la igualdad ante la ley en las causas que involucran a poderosos, específicamente en hechos de corrupción.
¿Permanecerán los Tribunales aferrados a una cultura vetusta, o tomarán nota de la ira social contenida antes de que esta estalle y ejecutarán las transformaciones adeudadas? Aunque para algunos cínicos esta pregunta suene a un acto de ingenuidad, en el Poder Judicial de Tucumán no faltan quienes empatizan con el sufrimiento del prójimo ni los modelos éticos: estos sólo deben ser oídos y tomados en serio. Como decía un príncipe del foro, es hora de que las autoridades morales lideren el movimiento de regeneración exigido por la coyuntura a partir de la revisión de las prácticas perniciosas originadas en las causas profundas del descrédito. Tal vez sea necesario que algunos den un paso al costado.
Por suerte existe un punto de partida para modificar la ruta. Si algo ha quedado claro durante la cuarentena es que la Justicia no puede seguir funcionando como una receptoría de papeles para la que todo espacio resulta pequeño. El plan progresivo de la Corte Suprema para incorporar la digitalización de repente se ha convertido en una necesidad y una urgencia: repercusiones positivas de la cuarentena. En el Colegio de Abogados de la Capital ahora imploran la aplicación de la tecnología que en febrero habían considerado apresurada. Lo interesante de esta experiencia de atención remota provocada por la fuerza mayor es que ocurrió “con los medios disponibles”: teléfono, WhatsApp, Skype y correo electrónico. Por supuesto que habría sido mejor disponer desde la casa del expediente electrónico, pero las pruebas son contundentes en el sentido de que lo que principalmente hacía falta era el deseo de usar en términos oficiales herramientas que los propios letrados y magistrados emplean desde hace rato. Envalentonado por esa apertura, Facundo Maggio, juez de Instrucción en lo Penal Nº2 de la capital, incluso instó a las partes a pedir audiencias virtuales y controló con videollamadas las condiciones de presos con preventiva. Es un salto inmenso en términos de celeridad y de acceso a los derechos que estaba al alcance de la mano, pero, para producirlo, hizo falta la emergencia de una crisis sanitaria global.
Sobra el campo para las iniciativas que coloquen al Poder Judicial a tono con la época. Algunos dirigentes del Colegio de Abogados creen, por citar una inquietud, que ha llegado el momento de transparentar la estadística y la auditoría, dos mecanismos de control que no terminan de abrirse a la comunidad, y cuya labor sería muy provechosa para conocer qué hizo la judicatura durante estos días inhábiles donde, si bien hubo que permanecer en los hogares, no estuvo prohibida la tarea intelectual. Otros aspiran a menos, y se preguntan si, angustiados por la debacle, así como ellos anunciaron que este año no habrá fiesta del Día del Abogado, las cabezas de Tribunales serán capaces de dejar sin efecto la feria de julio, y cancelarán los feriados del Día del Magistrado (15 de septiembre) y del Día del Empleado Judicial (16 de noviembre). Ni qué decir de la exangüe Justicia de Paz, esa institución anclada en el atraso que lleva más de un siglo tratando de convertirse en un servicio profesional descentralizado.
También hay mucho por hacer en el plano de “la profundización de la austeridad” que la Corte anunció en enero. Como la caridad empieza por casa, lo segundo sería reconsiderar la política de viajes y de viáticos -ahora que emergieron los beneficios de la virtualidad-, y lo primero, sincerar lo obvio: la solución oportuna y justa de los conflictos requiere de jueces, fiscales y defensores oficiales, no de empleados ni de funcionarios. Tanto las reformas procesales como la digitalización en marcha apuntan a suprimir la burocracia, pero, ¿cómo funcionarán si el plantel es insuficiente? Lo advirtió la presidenta Claudia Sbdar en la apertura de este año judicial. Hacen falta más cargos de decisión, pero ese déficit ha de ser cubierto sin aumentar el gasto público. Es un cuello de botella asfixiante, en especial por la avalancha de jubilaciones en ciernes, que demanda una dosis de creatividad mayúscula también de parte de los demás poderes del Estado. ¿Algo de esto sucederá, o los gestos de compasión hacia los desamparados quedarán circunscritos a los donativos comunicados y, luego, sobrevendrá el olvido? El futuro deparará algo distinto en la medida en la que exista ese reclamo. Hoy y siempre, será justicia si y sólo si el pueblo lo demanda.