Habían pasado más de cuatro años del crimen de Lucas Fernández. Desde aquel 30 de marzo de 1996, el día que el joven de 17 años fue baleado en avenida Mate de Luna al 1.800, pasaron muchas cosas. El caso terminó de desatar la polémica cuando el adolescente falleció el 5 de abril. El único imputado en la causa Andrés Miguel, había sido detenido, liberado en un fallo polémico, recapturado en Bolivia donde se había fugado y, después de dos años, volvió a salir de la cárcel porque el juicio en su contra no se iniciaba. Pero la espera llegó a su fin en noviembre de 2000.
Un miércoles comenzó el debate en su contra. Era un juicio que había despertado el interés de los tucumanos que esperaban saber qué había sucedido esa madrugada. La sala de audiencia estuvo llena todas las jornadas. Periodistas, familiares y allegados de todas las partes se encargaron de ocupar todos los asientos. Desde un principio se sabía que no sería un proceso más. El tribunal, integrado por Emilio Páez de la Torre (presidente), Emilio Gnessi Lippi (ya fallecido) y Alberto Piedrabuena, no sólo tendría que, administrar justicia, sino controlar a cada una de las partes.
El acusador era Juan Santos Suárez, un fiscal de cámara de estilo mesurado, de mucha experiencia y que había mostrado sus cartas antes de que se iniciara el juicio, al considerar que Julio Vergara Altuve debería haber estado sentado en el banquillo de los acusados. Juan “Chino” Robles y Carlos Caramuti (hoy camarista), defensores de Miguel, se enfrentarían a Arnoldo Ahumada, que representaba a la querella.
La primera audiencia fue una de las más emotivas del juicio. Los padres de la víctima les habían pedido los jueces una excepción: que los dejaran declarar a ellos primero para no perderse ni un detalle del juicio, ya que legalmente, ningún testigo puede presenciar el debate si no prestó declaración. El tribunal accedió al planteo.
La madre de Lucas, Nelly Giovannello de Fernández, fue la primera en hablar ante un público que guardó un sepulcral silencio. “No entiendo cómo alguien puede matar a un chico riéndose. Ya nada podrá mitigar mi dolor, pero si sigo con todo esto es porque creo que mi hijo merece que quien lo mató esté preso”, fue una de las frases más fuertes que pronunció. Luego, con uñas y dientes, defendió la versión que contaron los amigos de su hijo, especialmente, el reconocimiento de Miguel. “Nunca hubiera permitido que los chicos mintieran para acusar a un inocente”, declaró.
Luego le tocó el turno al padre, Víctor Fernández. “No puedo olvidarme de una imagen. Mi hijo estaba tirado en una camilla en calzoncillos y con un tubo en la boca. Lucas era una criatura. Un deportista. Nunca tuvo un problema de conducta”, indicó ante los jueces, aunque todos sabían que no había sido así.
Más declaraciones
En inicio de todo juicio, por cuestiones procesales, el imputado es el primero en declarar. Esta es una garantía que se le otorga para que pueda defenderse de los cargos en su contra. El único acusado por el crimen de Lucas no aportó mucho más de lo que ya había comentado en las decenas de notas que dio desde que su nombre quedó pegado en la causa. Insistió que no conocía a la víctima, que la noche del 29 de marzo se había quedado a dormir en su casa porque había rendido una materia ese día; que el 30 de marzo se levantó temprano para ir a un asado en Raco y que recién se enteró del hecho cuando comenzó a salir en los medios. También aprovechó la oportunidad para despotricar con los jóvenes que lo señalaron como el autor del hecho.
Hubo un tramo de su declaración que fue atacado por el fiscal Santos Suárez y el abogado de la querella, Ahumada, luego de que el imputado dijera que no era adepto a las armas y que sólo tenía la provista por la Policía. Sin embargo, no pudo precisar por qué tenía registradas a su nombre dos escopetas y una pistola calibre 22, el mismo modelo de arma que se utilizó en el mortal ataque.
Hubo al menos siete testigos que confirmaron la versión de Miguel durante las audiencias. Américo Robles tenía su puesto de ventas de diarios debajo del edificio de la familia Miguel, y afirmó que el 30 de marzo llegó entre las 4.30 y las 5 y que, desde esa hora, no vio entrar ni salir al acusado. Jorge Fonseca y el ex juez Luis Villa dijeron que la noche del viernes 29 se reunieron en la casa del camarista Jorge Miguel y que vieron allí a las 5 al acusado preocupado porque su padre tenía que tomar un medicamento.
Federico Boero, Francisco Martorell, José Villagra y Luis Gallardo compartieron un asado con Miguel el sábado 30 de marzo en Raco. Ellos contaron sobre cómo eran las reuniones que mantenían una o dos veces al mes y dijeron que Miguel estaba tranquilo, sin señales de desvelo y que tocó el violín y cantó como siempre. Tres semanas después se sabría que a esas palabras se las había llevado el viento.