Despedida a mi vecino de mesa, Alberto Calliera

Despedida a mi vecino de mesa, Alberto Calliera

Llegabas temprano, aunque no más que yo. Entonces me sonreías, vos solo te ponías la “media falta” y te sentabas en la misma mesa de siempre. Apenas te veían, Alex o Walter cargaban en sus bandejas tu cortado macchiato con mucha espuma. Una vez a la semana, traías tu propio diario. Pero el resto de los días, lo levantabas del revistero y te enfrascabas en las páginas de política. Leías absorto.

Al rato, les decías a los mozos: “me voy a la oficina”. Y subías unas escaleras porque tu oficina no era más que el segundo piso de la cafetería, a donde te ponías a salvo del “lorerío” de media mañana, como definías el momento en que el bar se llenaba de mujeres. Ahí arriba, me preguntabas cuándo tocaban el timbre del recreo. Eso significaba que había que hablar: la filosofía, la honradez, la economía, los políticos y los nuevos medios de información eran tus temas preferidos.

En esas conversaciones siempre querías cambiar el mundo. Pero no hay un botón mágico, decías. Me hubiera gustado responderte que vos sí lo tenías. Tu botón eran el lápiz de grafito, la goma y las hojas blancas de cartón que sacabas del bolso y desplegabas en la mesa de siempre. Tus viñetas y chistes eran tu grano de arena. Tu modo de no esconder la cabeza.

Ahí están las chismosas Palmira, Cuca y Ruperta, dándole a la lengua en la vereda de sus casas. Ahí están los gauchos Adefesio y su hijo Nosocomio. Ahí está el hombre invisible, (”al que le echan la culpa de todo porque aquí nadie es culpable”). Ahí están tus personajes, tus dibujos, poniéndole una sonrisa a los problemas.

Hoy, el macchiato con mucha espuma ha quedado sin servir. Pero ha quedado tu legado. El legado de un hombre que ha hecho que otros rían. Que ha cuestionado a los poderosos. Que ha alimentado el espíritu reflexivo. Y, sobre todo, que ha vivido con compromiso.

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