
A la luz del Matrimandir
El “Matrimandir” (en sánscrito, “el Templo de la Madre”) es una gigantesca esfera dorada, misteriosa y cósmica en Auroville. Considerada el alma de la ciudad, está rodeada de un parque que por momentos parece distópico. El “Matrimandir” se asemeja a una nave espacial y su abordaje remite a un rito de iniciación.
TODA UNA VIVENCIA. Ingresar al “Matrimandir” exige dejar atrás no las pertenencias. Es una suerte de voto de silencio y de apertura a la experiencia.

A Rathinam Eazhumalai,
mi generoso cicerone aurovillense
La mente, que para nosotros los occidentales tiene una jerarquía suprema, según la concepción hindú de la filosofía vedanta, aún cuando se le reconoce su obvia personería, puede convertirse, si nos toma por completo, en un verdadero demonio. Una entidad que se posesiona de nosotros y nos mantiene distraídos, prisioneros del ego y sus fantasmas, alejados del Ser, la Conciencia, Dios o como quiera que se le llame a la fuente de la Vida. Tanto es así que una de las celebraciones espirituales más importantes de la India, llamada Maha Shivaratri, tiene lugar cuando la luna, que según esta tradición ejerce un gran poder sobre la mente, se encuentra en su mínima expresión, justo antes de desaparecer por completo. Durante esa “noche oscura de Shiva” la gravitación de la mente es casi nula y el corazón, en cambio, encuentra su mayor expansión. Me refiero al llamado “corazón espiritual” o centro intuitivo -situado en el medio del pecho, como el de Jesús en la iconografía cristiana-, al que sí se le otorga supremacía intelectual. Es decir: cuanto más mente, más dudas, más interferencias... y menos Dios.
Pero Maha Shivaratri ocurre una vez al año, en febrero o marzo, por lo que el resto de los días se impone la necesidad de otros recursos para aquietar la mente. La meditación es la práctica por excelencia para intentarlo.
De ahí que meditar sea como la respiración para el hinduismo. Me atrevo a afirmarlo: su símbolo y enclave más prístino está en Auroville, la ciudad utópica, a la que tenemos la suerte de visitar nuevamente. Esta vez, alojados en lo de una familia aurovillense que nos ha abierto las puertas de su casa con una generosidad conmovedora.
El lugar en cuestión es el “Matrimandir” (en sánscrito, “el Templo de la Madre”): una gigantesca esfera dorada, misteriosa y cósmica. Considerada el alma de la ciudad, está rodeada de un parque que por momentos parece distópico. El Matrimandir se asemeja a una nave espacial y su abordaje remite a un rito de iniciación.
Ingresar -seremos unas 50 personas- exige dejar atrás no solo el calzado y las pertenencias; implica también una suerte de voto de silencio y de apertura a la experiencia. El recorrido es ascendente, a lo largo de rampas alfombradas y escaleras de mármol de una blancura inédita, purísima, inmarcesible (tanto que nos han provisto de unas medias impolutas, ascéticas, para no profanar el espacio). A los lados, amorosos custodios en actitud meditativa nos indican el camino con breves gestos. Desde lo alto cae un haz de luz: es el sol, “padre de la inteligibilidad” (Leopoldo Marechal), que nos deslumbra, como visto por primera vez. El sol, que para el hinduismo es un aspecto de la divinidad y se conoce con el nombre de Surya.
Llegamos por fin a la sala de la meditación. El espacio que “La Madre” -la francesa Mirra Alfassa, compañera espiritual de Sri Aurobindo e impulsora de esta maravilla- concibió como instrumento para perfeccionar la concentración y favorecer la evolución de la conciencia.
Nos iremos sentando en el mayor silencio, casi tocando el borde de una dimensión nueva, trascendente.
© LA GACETA
Fernando Sánchez Sorondo - Escritor.



