El homicidio de Fernando Báez Sosa, un joven de 19 años a manos de un grupo de rugbiers en Villa Gesell se sumó a la lista de incidentes ocurridos en los últimos años que tuvieron como protagonistas a jugadores de rugby y reavivó el debate sobre hasta qué punto tiene que ver el deporte en todo esto, y qué debe hacerse al respecto.
Aunque la mayoría de los hechos de trascendencia nacional desaten una imparable catarata de opiniones “en caliente” sin el mas mínimo análisis previo, en cuestiones tan delicadas como las que involucran la muerte de una persona (más tratándose de un joven con toda la vida por delante) conviene dejar las emociones de lado y pensar las cosas con un poco más de detenimiento.
Previsiblemente, la noticia provocó la reacción de una sociedad que ya tenía al rugby entre ceja y ceja a causa de otros episodios indignantes (como la agresión a un linyera por parte de un jugador de San Cirano, o la piña a traición de un rugbier uruguayo a un menor que intentaba separar una pelea en Punta del Este, hace poco más de una semana). Esto, a su vez, generó una reacción contraria entre quienes defienden al rugby aduciendo que no tiene absolutamente nada que ver con esta clase de comportamientos.
A ver, lo primero que se debe dejar en claro que es bajo ningún punto de vista se puede justificar la salvajada cometida por una turba alcoholizada y completamente fuera de control, que llegó a golpear a un chico en el suelo hasta matarlo. Por otro lado, tampoco es correcto meter en la misma bolsa a todos por lo que hagan unos cuantos energúmenos. Plantarse en que “los rugbiers son todos violentos”, como se repitió hasta el hartazgo en las redes durante los últimos días, es tan errado como creer que el rugby no tiene de qué o de quién avergonzarse.
Sí, sí tiene. Porque no hay que confundirse: el rugby es deporte, pero no es el deporte lo que hace daño. Son las personas que no respetan su espíritu las que lo ensucian. La esencia del rugby va totalmente a contramano de los incidentes que han llevado a que hoy la palabra rugbier sea peyorativa. Como señala el autor Sebastián Perasso, los que cometieron actos tan crueles no lo hicieron “por ser” rugbiers, sino “a pesar” de serlo.
Hay una gran diferencia entre jugar rugby y entender su esencia, y por eso muchos grandes jugadores nunca llegaron a ser grandes rugbiers.
Asimismo, hasta el día de hoy sigue vigente la idea de que el rugby es elitista, que es cosa de chetos, a diferencia del fútbol, que es más popular, más argentino (a pesar de que también lo inventaron los ingleses). Sin embargo, se trata de un prejuicio que ya hace rato quedó viejo: actualmente, y desde hace bastante tiempo ya, es practicado por personas de todas las clases sociales en todos los rincones de Tucumán y otras provincias. De hecho, en La Bombilla, uno de los barrios más estigmatizados de la capital, existe San Miguel RC, un club que se vale del rugby para disminuir los niveles de violencia entre los jóvenes de la zona y la Policía.
“Repudiamos los mensajes que circulan en los medios de comunicación en contra del rugby. Nosotros lo utilizamos como herramienta de inclusión, inculcando los valores que este deporte transmite: el respeto a las normas, la disciplina, el trabajo en equipo y la integración”, comunicaron desde San Miguel RC.
Y es que el problema no es el rugby, es el consumo desmedido de alcohol, que no se controla y que puede llevar a un grupo de compañeros de equipo a convertirse en una patota. No es el rugby, son los padres que consienten los excesos de sus hijos, o que delegan en el club la educación que le corresponde al ámbito familiar. No es el rugby, son algunos entrenadores que se preocupan demasiado por formar buenos jugadores antes que buenas personas. No es el rugby, son los dirigentes que miran para el costado y prefieren apañar antes que sancionar como corresponde por miedo a perder socios o a generar conflictos internos. No es el rugby, es la violencia tolerada bajo el disfraz de ciertas “tradiciones” estúpidas perpetuadas hasta el día de hoy en algunos clubes, como los castigos físicos y humillaciones en bautismos, defendidos por quienes los practican a costa de quienes los sufren. La violencia, se sabe, sólo genera más violencia.
Por eso, tragedias como la de Villa Gesell no deben ser una acusación, pero sí un llamado de atención. La transmisión de valores debe ser un aspecto fundamental a trabajar en todos los clubes, como algo mucho más importante que el éxito deportivo. Es la única manera de evitar que sigan ocurriendo esta clase de episodios lamentables.