En 1894, Paul Groussac regresó unos días a Tucumán, donde había permanecido entre 1871 y 1883, siempre enseñando y escribiendo. En el “álbum” que la Sociedad Sarmiento reservaba para autógrafos de sus visitantes ilustres, escribió unos reveladores párrafos.
Recordaba que en “Provincia de Tucumán”, el libro de Granillo de 1872, había anunciado la próxima y venturosa evolución de la provincia. Advertía sin esfuerzo que “ese fácil pronóstico” se había cumplido. La riqueza había brotado del suelo “al ciento por uno” y el Jardín de la República “ha venido a ser su campo productor más exuberante”.
Pero se preguntaba si se había perseguido, con el mismo afán, “el cultivo intelectual y moral, sin cuya eficacia el ser humano se arrastraría en el bajo nivel del apetito satisfecho”.
En ese orden de ideas, dirigiéndose a sus ex alumnos de ayer, quería darles “una palabra de estímulo que, a pesar de su forma incompleta, pueda encerrar alguna enseñanza”. Recordaba el adagio latina “primero vivir, después filosofar”; y “no quería discutirlo, sino, decía, “pediros que lo apliquéis rectamente”.
Afirmaba: “Basta que el propio cultivo, es decir el respeto que debe tener el hombre por su alto destino, venga después de las preocupaciones materiales”, pero ¡siempre que venga!”. Ya “ganada la batalla industrial, recordad que tenéis un alma. Que haya en vuestra vida económica algunas horas de tregua para el estudio y la meditación de lo bello, como al lado de vuestras fábricas un pedazo de suelo cubierto de plantas desinteresadas: un jardín cuyas flores ni tengan preció venal”. Era preciso a toda costa cuidar esa “pianta uomo” de la que hablaba Alfieri, “cuyos frutos son el atavío de la civilización”.