Oswaldo Guayasamín: una pintura para golpear el corazón

Oswaldo Guayasamín: una pintura para golpear el corazón

A un siglo de su nacimiento y a 20 años de su adiós, el artista ecuatoriano se halla en el centro del arte latinoamericano.

1999. Brazo amortiguado. Sudor. Ansiedad. Le falta el aire. El corazón quiere reventar. Un ave blanca volando ha ingresado por un ojal. Se posa en una araña del lobby. Las alas despliegan ternura. Inmóvil en el sillón. La mano derecha le surca en círculos el pecho. Un laberinto de flashes. Observa a José Miguel renegar con motor del tractor ese 6 de julio de 1919. “¡Vení urgente a la casa!”, le grita la Poro, una vecina. En el dormitorio, Dolores Calero lo está trayendo al mundo, mientras ese pájaro dibuja un arco iris entre las nubes del barrio de La Tola, ese domingo de pobreza en Quito.

Las privaciones lo ponen en la cima de diez hermanos. Los siete años ya pincelan su camino. Con una gota de leche de su madre disuelve las pastillas de acuarela. Los 46 años maternos se extravían en la muerte. Un alma changuita a la deriva. Los colegios lo echan seis veces por caricaturizar a sus profesores, por mal alumno. “Hazte zapatero porque no sirves para nada”, le dice uno de ellos. 1933. La ilusión de “m’hijo el dotor” se desvanece. Las puertas de la Escuela de Bellas Artes se abren. El rechazo al conservadurismo no le impide convertirse en un estudiante destacado. Sus trabajos impactan. “Las primeras cosas que ya empiezo a ver con mis ojos de niños son estas estampas de bombardeos, de barcos que se hunden, de aviones que bombardean ciudades, de ahogados, de ahorcados, de fusilados y esto no ha parado absolutamente. Me gradúo en la Escuela de Bellas; según el discurso del director, jamás había pasado por la escuela de Bellas Artes un alumno como yo. Al año exacto, hago mi primera exposición y es todo lo contrario a lo que aprendí en la escuela. Empiezo a hacer unos cuadros enormes de angustias terribles y esto fue una sorpresa muy grande, no quiero decir para el mundo, para mi país tal vez”, murmura.

1942. Gana un primer premio en el Salón Mariano Aguilera. 1956. Su obra “El ataúd blanco” obtiene el Gran Premio de Pintura de la III Bienal Hispano-Americana de Arte. 1957. Gana la Bienal de Sao Paulo. “Lo interesante de esto es que viene a una de mis exposiciones un gran coleccionista norteamericano de pintura latinoamericana, Nelson Rockefeller, y me compra cinco cuadros. Era una especie de ministro de América y este señor vino con un cheque, inmenso en mi juventud, que me moría de hambre. Era como para hacer una casa de tres pisos, y junto a eso me da una invitación del Departamento de EE.UU. para que vaya allá a hacer exposiciones y me quede cuanto tiempo quiera”, recuerda.

Fruto del mestizaje

Durante siete meses expone y recorre los museos norteamericanos. En México, la magia muralista de José Clemente Orozco y las metáforas de Pablo Neruda le tienden el abrazo de la amistad. “Soy el fruto de un mestizaje: mi padre es indio, mi madre es mestiza de españoles, tengo un 75% de sangre de grupo humano de esta América. Mi mestizaje me da el conocimiento de los grupos humanos de Europa y otros sitios, pero básicamente soy hombre de esta tierra. Conozco casi todos los museos del mundo; me dediqué a mirar, a fotografiar, dibujar, pero en un momento dije: ‘¡basta! ¡No quiero saber más de este conocimiento exterior!’ Y comencé entonces a hacer continuos viajes a centros culturales de América Latina, desde México a la Patagonia, y esa área se convirtió en la fuente radical de lo que quiero hacer en el futuro y de lo que estoy haciendo ahora. Estas formas que utilizo son ancestrales de mis grupos humanos; los que me anteceden”, reflexiona.

Motores espirituales

Son 103 cuadros los que conforman la serie El camino del llanto, donde su mirada se habita con indios, negros, mestizos, con distintas culturas. La solidaridad y la paz son los motores espirituales para luchar contra la opresión de los pueblos, la injusticia, el imperialismo. En La Edad de la Ira chillan las crueldades de la humanidad. La violencia lo lastima por todos los costados. “Nuestro siglo es terrible por la violencia del hombre contra el hombre. No hay en la historia un siglo tan trágico ni monstruoso como el nuestro, por esa lucha entre dos mundos, uno de los cuales acaba de nacer a principios de este siglo con una teoría y una filosofía diferentes, y el otro mundo, poderoso pero que se hunde y que ha de hundirnos con sus bombas atómicas. Esta violencia depende de dicho enfrentamiento y creo que he dedicado mi pintura a demostrar que el centro de este siglo lo constituye la violencia del hombre contra el hombre”, medita.

Insomnios precolombinos y expresionistas lo acompañan. Se filtran en la Edad de la Ternura, un acto de amor por su madre, estimuladora de sus dones artísticos, un homenaje a la mujer de la Tierra, a la defensa de la vida. Una buena parte del mundo cobija sus exposiciones y se rinde ante su talento. Neruda, García Márquez, Juan Rulfo, Gabriela Mistral, Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa, Paco de Lucía, Fidel Castro, la princesa Carolina de Mónaco, el rey Juan Carlos de España, Danielle y François Mitterrand, se inmortalizan en sus retratos. “Hacer el retrato es la cosa más difícil de la creación pictórica. Voy penetrando en el rostro, en el movimiento de la persona y resulta que es azul, o es naranja, o es rojizo o es blanco y negro. Solamente cuando ya voy haciendo el retrato voy dándome cuenta de eso... Soy un hombre de izquierda, estoy muy ligado a los humildes de la tierra y de mi país. Jamás he pertenecido a ningún partido político. Mi tendencia, si algo se puede decir, sería profundamente humanista… mientras haya un niño que se muera de hambre, yo seguiré siendo un hombre de izquierda en defensa de este niño”, sostiene.

1976. Comienza a pensar en su valioso legado. Teme que se disperse, se malvenda o sea fruto de discordia familiar. Crea una fundación que le dona al Ecuador su patrimonio artístico, a través de tres museos: Arte Precolombino (más de 2.000 piezas), Arte Colonial (más de 500 piezas) y Arte Contemporáneo (con más de 250 obras).

El bofetón

Producción. Proyectos constantes. Desvelos creativos. Su energía es un rayo que no cesa. Bemoles de la creación. “La tela en blanco es terrible, es como para empezar la vida de nuevo. La parte más grave de la creación es que todos los pensamientos, todas las ideas, todos estos sentimientos tienen que ser reflejados, todas las palabras que uno puede decir directamente”, sostiene. 1996. Quito. La Capilla del Hombre, su sueño para homenajear al ser humano, al pueblo latinoamericano, con su historia, con dichas y desdichas, comienza a despuntar en la realidad a largo plazo. “Mi obra es de tipo universal, menos anecdótica, menos indios con ponchos, menos indios con sombreros, es solamente el hombre descarnado de América. En mi país es un insulto decir ‘indio de mierda’. Es el bofetón que me siguen dando. Estoy acostumbrado desde muy niño a recibir este tipo de cosas. Yo soy lo que soy. Yo soy un mestizo con alto por ciento de sangre india. Mi tendencia es a ser un hombre más cercano a esta tierra, profunda y maravillosa que es América”, dice.

1999, febrero. Las pupilas le vienen haciendo trampa desde hace un tiempo. La clínica John Hopkins, de Baltimore, es una buena opción para ingresar al taller visual. Ese miércoles 10 de marzo, la fatiga se ha apoyado en su rostro. La flojera lo desparrama en el sillón del hotel. Esa ternura de pájaro le corre ahora la cortina del alma: párpados cerrados, labios divididos, gritos, dedos huesudos, semiquebrados, rostros arlequinados con colores varios, ojos en penumbra, abrazos, desesperación de rostros, miedo, angustias en palmas, dolor derramado en la mejilla, cabezas mirando la raíz o el pozo, tal vez de la esperanza, puños, esqueléticos ademanes, miseria repartida en dedos rotos, Quito, pomos, paleta, pinceles, manchas, telas, caras alargadas, óleos, rumor selvático, murales, tragedia, maternidad, guitarra, ira, dolor…

“Mi pintura es de dos mundos. De piel para adentro es un grito contra el racismo y la pobreza; de piel para fuera es la síntesis del tiempo que me ha tocado vivir… mi pintura es para herir, para arañar y golpear en el corazón de la gente. Para mostrar lo que el hombre hace en contra del hombre”, piensan los 79 años de Oswaldo Guayasamín, minutos antes de que el ave blanca volando que le da significado quechua a su apellido, guíe su infarto a la infinitud.

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